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El filósofo Peter Sloterdijk analiza el ‘shock’ que sufrió Europa al descubrir las otras religiones

Tras el viaje de Colón, la religión creció como una nube tormentosa proveniente de América, escribe el pensador alemán en este extracto de su último libro, que adelanta ‘Ideas’. El mundo lleno de cultos extraños se volvió una ironía subversiva

Habría que esperar hasta finales de la Edad Media para que la “religión” creciera hasta convertirse en una nube tormentosa proveniente del Atlántico, que había de ensombrecer el clima mental del continente llamado “Europa” —hasta entonces, el Occidente—, nube que empezó a perfilarse tras el viaje de Colón. Creció cuando con los barcos que retornaban de todas partes llegaron noticias de cientos y miles de pueblos, cuyas curiosas formas de comportamiento con sus dioses eran interpretables a veces como caricaturas de la vida creyente europea. La nube descargó en forma de las guerras cristianas de religión, en las que se luchaba por la certidumbre de la salvación con las armas. Tras el largo siglo XVI —que duró desde 1517 a 1648— la “clase política” que entonces estaba surgiendo consiguió acabar con las guerras de los Estados religiosamente codificados con la Paz de Westfalia, que hay que interpretar como la primera concesión al “relativismo” del que viene lamentándose Roma hasta el día de hoy.

En torno a esa época se hizo reconocible lo que traía consigo el cambio de estructura y sentido del concepto de religio. El frente nuboso “religión” no solo se fue a la deriva sobre los territorios de guerra de las potencias europeas que se armaron y marcharon unas contra otras bajo los estandartes confesionales católicos y protestantes, sino que hizo visibles también innumerables tipos de creencias ancestrales y pactos locales con poderes de otro mundo, que de todas las direcciones reunieron etnógrafos, misioneros, comerciantes y marinos europeos. Abrió a los europeos el conocimiento, tan alarmante como subversivo, de que la tierra estaba repleta de cultos extraños que, sin saberlo, se parodiaban mutuamente. El concepto de “religión” como tal se volvió irónico de forma latente. A ojos de los descubridores el planeta Terra no solo era la “estrella ascética”, poblada por seres humanos del tipo sacerdotalmente enfermo, de la que Nietzsche habló en su polémica deducción de los ideales autotorturantes; más bien parecía ser la estrella supersticiosa, en la que no había fabulación alguna que no fuera creída por alguien.

En algunos lugares del Imperio Antiguo de Egipto se transmitió la idea de que se podía ver el paraíso por dentro si uno se colocaba bajo un manzano en Nochebuena; en el Tíbet temprano parece que hubo la creencia de que los monos se habían convertido en los tibetanos después de que tomaran la costumbre de comerse el grano que caía del monte sagrado Sumeru. Los pobres de Haití creen hasta hoy que el barón Samedi abandona el Día de Todos los Santos el cementerio y se pasea por las calles con sus seguidores fumando y entregado al libertinaje, cantando con andrógina voz de falsete coplas mordaces. Entre los dorze del sur de Etiopía parece que existe la creencia de que los leopardos tienen días de ayuno y que por regla general los mantienen, aunque, sin embargo, es inteligente andar con cuidado todos los días. Entre los pies negros existía la costumbre de que un guerrero en una situación apurada se cortaba un dedo de la mano izquierda y lo ofrendaba al lucero del alba. Los barasana del río Uaupés, del norte de la Amazonia, creían que la luna se componía de sangre coagulada, que bajaba algunas noches a la tierra para consumir los huesos de los hombres que habían mantenido relaciones sexuales con mujeres menstruantes. El año 1615 los jesuitas separaron el brazo derecho del cadáver de Francisco Javier, conservado en una iglesia cerca de Panjim, en Goa, y lo enviaron a Roma, donde, como instrumento de Dios en el bautismo de numerosos paganos de Asia, fue guardado y expuesto en un relicario de cristal y oro de la iglesia del Gesù. Al parecer, este brazo casi se le atrofia al misionero después de haber bautizado en 1544 en un mes a diez mil pescadores de perlas de la costa de Goa. En enero de 2018 unos fieles compraron para este relicario un asiento a bordo de un avión de Air Canada y le acompañaron durante un mes entero de una iglesia católica canadiense a otra, con la esperanza de que la cercanía del brazo, poderoso en salvación, “conmoviera” a tanta gente como fuera posible.

Puede que Paul Valéry tuviera razón cuando hizo notar que nuestros antepasados se apareaban en lo oscuro con todo tipo de enigmas y hacían hijos de extraña apariencia. Solo se equivocó en que no solo nuestros antepasados, sino también nuestros contemporáneos abrazan el enigma para engendrar fantasmas.

Por lo que respecta a Agustín (354-430), en principio solo tenía en mente lo que en su época estaba en el aire: participaba, usando la expresión de Adolf von Harnack, de la “paulatina grecización del cristianismo”, aunque para él, un retórico romano, el griego koiné del Nuevo Testamento fuera una lengua extraña durante toda su vida. Parece que le resultaba evidente que el mensaje cristiano necesitaba traducciones de por sí y que, por eso, desde su punto de vista, no podía quedarse en la grecofonía. Agustín no imaginaba que, con su doctrina —teológicamente concebida y difícil de digerir— de la predestinación —tanto a la salvación como a la condenación—, desencadenaría una avalancha que iba a enterrar bajo sí grandes partes de la psicoesfera de la Europa antigua y moderna durante un milenio y medio: la avalancha del masoquismo ontológico. De este y de sus derivados místicos extremistas provino la condición de que mi voluntad propia tenía que ser aniquilada si Dios había de ser realmente todo en todo. Mientras yo pueda decir yo, soy supuestamente uno de los espíritus rebeldes que por orgullo y prejuicio cooperan en la consolidación del mundo contrario a Dios.

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