La religión ni es motivo artístico exclusivo ni razón cultural primordial. Pero aquí se muestra más bien como espacio privilegiado de poder, patrocinado por influyentes alianzas económicas.
En principio, las exposiciones de arte siempre enseñan algo. Una exposición –como en gran medida también un museo- no sólo es una colección de objetos, cuadros u otras formas expresivas de mayor o menor mérito, sino, además, un modo de relatar algo que nos concierne. Una parte relevante de su valor reside en la calidad del discurso que nos quieren contar jugando siempre con lo artístico, ese tipo de expresiones en que radica el lado más sensible del ser humano para captar y expresar el ansia de perfección. Dado además que lo verdadero y lo bueno son siempre intercambiables con lo bello, lo más apreciado como estético nunca es baladí: nos sirve como referencia de lo ético, como ya estableció Kierkegaard. Hoy, cuando las apariencias tratan de sobreponerse al ser más consistente de lo humano, es relevante no perder de vista que la disposición de las piezas escogidas para una muestra expositiva tiene ese valor adicional. No todas las exposiciones tienen, pues, el mismo valor. Algunas ni nos acercan piezas de difícil acceso, ni nos hacen comprender mejor un autor; pese a mostrar artistas u obras excelentes, sólo exhiben el gran poder de quien las promueve, de quien sea el propietario coleccionista del material que se expone o, también, las alianzas que se traigan entre sí unos y otros.
La tradición del pensamiento grecolatino nos ha hecho sensibles al aprecio y distinción del arte respecto a otros objetos cotidianos. Ello no debiera obstaculizar, sin embargo, que frente a lo artístico nos planteáramos cuestiones insoslayables: quién lo produce y quién lo paga, quién lo usa o disfruta, en qué circunstancias se exhibe y para qué. El valor artístico de una obra no desmerece por intentar alguna respuesta a tales preguntas irrenunciables: por excelsa que sea no viene caída del cielo. Tampoco en las exposiciones artísticas son soslayables estas cuestiones. Detrás, siempre operan desencadenantes como el fenómeno turístico de masas, la especulación sofisticada o sempiternas demostraciones de poderío, influencia y captación de clientes. Y siempre ponen en relación elementos tan conceptualmente distantes como la excepcionalidad de lo artístico inútil y el muy terrenal dinero utilitario, indispensables ambos para producirlas y justificarlas. Así se explica, por ejemplo, que, con menos recursos disponibles, las exposiciones muy solemnes y muy demostrativas de tiempo atrás sean hoy muy difíciles entre nosotros. O que donde florezca ahora este tipo de solemnidades celebratorias del exceso –también en forma de museos- sea en los países más ricos. Fenómeno, por otra parte, nada nuevo que todavía confiere gran interés a un libro de Gaya Nuño en 1964, que percibía un panorama cambiante y que venía de lejos: El arte europeo en peligro (Edhasa).
Conviene no perder de vista, en todo caso, que distamos bastante de que estas cuestiones centrales en la observación cabal de lo artístico alcancen a tener respuestas aceptables para todos y suficientemente difundidas. Lo que suele enseñarse en demasiados programas de historia del arte –cuando se enseña- dista todavía de responder a una comprensión amplia de la creatividad humana: tan sólo suele ceñirse a lo notable y excepcional, como también a un específico género de muestras y estilos, ajeno al devenir de la mayoría de los mortales con sus imperfecciones y balbuceos: para muchos sólo los genios –“los grandes maestros”- son productores de arte. Concuerda con ello que comúnmente se entienda que saber de arte se ciña casi exclusivamente al memorismo de un limitadísimo listado de nombres y obras, valioso para concursos en que, si “aciertas”, eres “culto”. Un repaso a los tipos de exámenes que en muchos departamentos universitarios, institutos y escuelas se han venido poniendo a los alumnos, haría ver muy bien hasta qué punto ha sido verdad esta concepción. A similar conclusión podríamos llegar si examináramos el tipo de libros que se han editado sobre arte y artistas. Todo lo cual no impide, sin embargo, que en estos listados oficiales de lo canónico no haya contradicciones profundas: lo que, por ejemplo, era ”degenerado” para los nazis, goza afortunadamente de gran aceptación. Favorece, en cambio, los tópicos: nadie puede decir, por ejemplo, que ha estado en París si no se ha hecho una autofoto con la Monna Lisa del Louvre.
¿Acrecentar la ambigüedad?
Para entender y explicar mejor las sencillas cuestiones propuestas, ayuda poco la larga historia de entrecruzamientos ambiguos. En España, lo artístico suele estar muy ligado –en lo referente a Patrimonio heredado- a problemas de dominio o propiedad sobre objetos, lugares y edificios en que lo privado y lo publico, lo religioso y lo laico, la Iglesia y el Estado, lo sacro y lo profano, es confuso. Y, por supuesto: estas mixturas van mucho más allá de los acuerdos de España con el Vaticano. Pero lo tangible e intangible de tales asuntos tiene entre nosotros una enmarañada jurisprudencia que hace muy difícil la matización conveniente para que la estima y el valor de lo verdaderamente artístico que nos ha llegado siga siendo apreciado, reconocido y enriquecido. Además de protegido, restaurado, y conservado con dignidad, seguridad y profesionalidad, de modo que pueda cumplir la función de ejemplaridad educativa que, supuestamente, debe tener.
Visitar una exposición como la que está abierta hasta abril en la Plaza de Colón de Madrid –A su imagen-, corrobora, sin embargo, la pertinencia de no perder de vista todas las cuestiones implícitas en el conocimiento del arte. El subtítulo que le han puesto –Arte, cultura y religión– permite expresar hipótesis interpretativas previas al visionado de la misma, independientemente de la calidad intrínseca de algunas obras expuestas, porque el discurso de lo expuesto pretende condicionar la coherencia interpretativa del visitante apropiándose la amplia esfera de la cultura y la no menos compleja de la religión. Más bien induce a confusión.
No es cuestionable que “la religión” tenga su expresividad artística. Una muy plausible interpretación de las primeras manifestaciones merecedoras de tal calificativo sitúa su origen y causa en ese género de motivos o, al menos, en los circuitos más próximos al afán de trascendencia que haya podido albergar el ser humano, desde el Paleolítico, por encima de miedos y temores inmediatos a las limitaciones de su ser ante la imprevisible subsistencia depredadora en un medio hostil. Tampoco es mala lectura relacionar el arte con “la cultura” si ésta es entendida en su sentido más antropológico, como conjunto de pautas características de unos seres humanos que tratan de encontrar soluciones a los problemas que les han ido surgiendo. Como el habla, los útiles, comportamientos y creencias explicativas que cumplen a la vida humana en un determinado medio y época, el arte también contribuye a conformar la cultura característica de ese grupo con sus forma expresivas tan plurales en pintura, escultura, arquitectura, orfebrería, tapices o música, por ejemplo, sin que se circunscriba exclusivamente a estas disciplinas. Sin duda, los hábitos de excelencia en el quehacer -inútiles en su sentido más pedestre del utilitarismo inmediato-, son los más proclives a generar expresiones artísticas de lo eminente.
El problema, pues, no está en el sentido amplio de cada término empleado en el subtítulo de esta exposición. Como las muñecas rusas o matrioskas, el “arte” y la “religión” están incluidas dentro de la “cultura”: si se quiere, como algo de especial valor o significado dentro de ella. Y, a su vez, la “religión” puede entenderse como motivo, causa y razón de muchas de las expresiones artísticas. Pero ni la “religión” es la única razón del “arte”, ni éste tiene tampoco la exclusiva de la “cultura”. Y el equívoco se prolonga si la fórmula utilizada para denominar una propuesta expositiva como ésta, sugiere o predetermina –por la mera yuxtaposición enunciativa de los tres términos- una concepción parcial que quiera dar a entender, a la inversa, que la “religión” sea el componente organizativo primordial del “arte” y, también, de la “cultura”. De ser así la lectura correcta de un enunciado voluntario –pues en una exposición todo es muy calculado, secuenciado y planificado por un comisario, unos clientes y unos diseñadores profesionales-, el reduccionismo falseador todavía sería mayor, más equívoco y empobrecedor, si el material artístico expuesto toma como exclusivo motivo director el producido en el entorno de una única religión, el catolicismo en este caso. No es que no tenga importancia esta riqueza específica, sino que deja fuera muchas otras formas de creencia y de posicionamiento ante la existencia –incluido el agnosticismo o el ateísmo- que en España han sido. Cabría tomar este subtítulo expositivo, pues, como manipulación, lo que, en un país con ciudadanos de muy diversa creencia respecto a la trascendencia o inmanencia del sentido de sus vidas, y de relación con el medio y sus congéneres, sólo contribuye a dar razones a la intolerancia.
Los motivos que haya tenido la Fundación Madrid Vivo, patrocinadora principal de esta exposición, para titularla tan ambigua como inexactamente, y para exponerla en un espacio público del Ayuntamiento de Madrid -la sala cultural de la Plaza de Colón-, pueden ser más o menos inteligibles. No lo es tanto que sea necesario pagar la entrada a la misma. Y, dadas las peculiares características socioeconómicas que estamos viviendo –amén de las precariedades en que sobrevive el rico patrimonio artístico de nuestro pasado, incluido el gestionado por la propia Iglesia católica-, hubiera sido más acertado, aunque probablemente menos lucido, dedicar lo invertido en este innecesario evento a menesteres más venturosos para todos. Incluso, para una cuidadosa atención a una parte sensible de ese patrimonio heredado o, también, para un deslinde más transparente de competencias sobre el mismo. Buena muestra de que la historia de ese patrimonio no ha sido muy plácida es observar de quién sea en este momento lo expuesto, especialmente algunas de las mejores piezas: basta con leer una a una las cartelas de cada obra.
Lo equívoco es relevante para el relato que se quiere sostener en esta exposición. La muestra, con más de cien obras, en su mayoría de grandes artistas y de un pasado consagrado, no contribuye a resolver la gran cuestión que, en muchos casos del presente, asalta al visitante de museos y exposiciones respecto a si lo que está viendo es o no es arte y si todo vale como tal por el mero hecho de estar expuesto. Este aspecto, que atañe principalmente a casi todos los movimientos fraguados a lo largo del siglo XIX especialmente hasta hoy, defensores de la libertad de poner en solfa las reglas establecidas en cada época, apenas se salda aquí con un cuadro de Solana y con una pequeña escultura de mediados del XIX de no muy buena factura. Es como si lo mostrado quisiera ser atemporal sin serlo. Su diálogo no es con nuestro presente. Más parece un monólogo catequético de esta Conferencia Episcopal, la Archidiócesis de Madrid y una determinada órbita del ideario de las Escuelas católicas que la promueven, fácilmente detectable en Internet. Como si aborreciera de ese período creativo reciente y no abogara por la diversidad de la expresividad humana, se queda tan sólo con los más probo de un pasado excelso e insuficientemente contextualizado a su vez: nada dice de cómo y en qué circunstancias fue creada su selecta riqueza expresiva y probablemente tiene poco que decir al momento actual. Por ello, al mirarla, no está mal preguntarse si quieren mostrar la añoranza de un pasado “glorioso” sin presente ni futuro –una “historia sagrada” atemporal- y si tan sólo merece la pena vivir mirando hacia atrás. A estas alturas del conocimiento histórico, no es fácil quedarse con que, como dicen sus promotores, “la exposición pretenda dar a conocer el papel de la Iglesia en la Historia, en la preservación de la cultura grecorromana y en el desarrollo de la sociedad europea moderna”. Sencillamente, faltan demasiados datos documentales para conocer bien cuál haya sido ese papel. En los años centrales del Vaticano II, no hubiera sido viable y todo apunta a que haya sido fraguada al calor de las nostalgias de cristiandad que restauraron Juan Pablo II y Benedicto XVI. El Cardenal Rouco Varela fue eximio representante último de esa tendencia en Madrid, de cuando los años de Pio IX y su Syllabus (hace 150 años), o los de Pio X y su Juramento antimodernista (en 1910) o su estilo de “acción católica” y de “enseñanza cristiana” (1905), parecían –o tal vez debieran haber parecido- quedar lejos. Definida como “cuidada selección de las obras más importantes que conforman el patrimonio cultural y artístico español” –como dice este enlace: http://teatrofernangomez.esmadrid.com/espectaculo/916/a-su-imagen–arte,-cultura-y-religion , recuerda mucho aquel “apostolado de la buena prensa” que tanto propagó en los años 30 el P. Remigio Vilariño o, también, la “formación de selectos”, por la que abogaba el P. Ángel Ayala (reeditado por Hazte Oír.org hace poco).
En todo caso, el metalenguaje del subtítulo no es lo más acertado en un momento en que las demostraciones de poder sobran y son tan urgentes las de servicio a la comunidad: los creyentes y quienes no lo son necesitan convivir en la máxima armonía posible, y cooperar entre sí para que los espacios y tiempos comunes sirvan para acrecentar la colaboración mutua, especialmente cuando todo se complica tanto y es tan fácil la intolerancia. Los patrocinadores de esta exposición –con los Botín, Villar Mir y Alierta comandando lo más selecto del IBEX-35 para acompañar al arzobispo madrileño en esta iniciativa- tienen mucho donde invertir si quieren de verdad colaborar en prestaciones sociales y culturales. A veces, es más justo y ejemplar dar puntadas sin hilo, por ejemplo pagando los impuestos debidos como todo ciudadano.