Descargo de responsabilidad
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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
En esta semana de jolgorio inapetente y fiesta de conciencia, a la que se sigue llamando santa, el cuarenta y pico por cien de españoles que nos declaramos ateos seguimos notando esa falta de respeto de unas instituciones que se declaran creyentes en el IRPF y que, algunas, no se han debido de enterar que no estamos en los años cuarenta. Del siglo pasado, claro.
Instituciones caducas, en franco deterioro, que representan a menos personal cada vez, aúpan vírgenes y tallas con la misma trascendencia con la que recogen bienes terrenales con cualquier lábaro por enseña.
Todavía, la España de charanga y pandereta, de los Guidos, de los cristos del madero que cantaba Machado, es, en estos pocos días, cuando más intenta sacar la cabeza, golpeando a las conciencias con martillos, nostálgicos de pasadas hazañas en la hoguera.
Desde mi perspectiva atea, siempre he respetado las creencias de otras personas que, con mismo nivel de igualdad que yo, no deberíamos diferenciarnos por la postura personal ante la trascendencia.
Por lo tanto, no hago propaganda pública gratuita del ateísmo, tampoco deseo ayudas, privilegios, doctrinario o propagandas públicas para quienes nos basta con creer en el género humano como avance de la solidaridad, justicia, igualdad y de la libertad.
En mi ingenuidad respecto a instituciones de ese tipo entendía, sigo entendiendo pese a rodillos intransigentes, que, en el caso contrario, en el caso del creyente, tampoco debería hacer propaganda pública gratuita de una fe que sería personal, tampoco desear ayudas, bulas, subvenciones, leyes, privilegios o altavoces aplastantes que propagaran su opción personal hacia el resto de sus conciudadanos.
Seguiré siendo respetuoso con quien piensa que su trascendencia pasa por cualquiera de las cien mil vírgenes, una talla, una cruz o la media luna. También, si le parece bien adorar al dios-elefante (Ganesh) del panteón hinduista o al cocodrilo (Sobek) de las deidades egipcias, siempre que no se les ocurra echar a sus fauces a sus antagonistas.
Seré menos complaciente con quienes, desde tiempos remotos −hechiceros, chamanes, imanes, obispos, rabinos−, los más espabilados de turno y a lo largo de los siglos, encandilaron a sus greyes prometiendo paraísos, con o sin valkirias o huríes, mientras ellos, ayer, hoy y, si pueden, mañana, medran al amparo de los fuertes. Con ellos, con esas instituciones millonarias en bienes y privilegios que, a lo largo de la Historia, solo han demostrado ansiar dos cosas, poder y dinero, sí, con ellos seré más beligerante desde la palabra, el análisis y el razonamiento. Nunca desde la hoguera o el odio. En eso, me creo diferente de ellos, afortunadamente para mí.
Desde mi óptica, y en este país en el que una creencia ha reinado durante siglos apoyada en la espada, la prisión o la muerte de cualquier heterodoxo que amenazara los privilegios de su clase, me he encontrado con tres tipos de creyentes.
El que es indiferente, apático, desganado, incluso escéptico. El que se autocalifica como no practicante y que alcanza un porcentaje similar al de los ateos en estos momentos. Ese grupo, en líneas generales y sin entrar en particularismos, se encoge de hombros ante muchas cosas: el egoísmo, la violencia o la injusticia. No es violento, pero sí displicente delante de la barbarie institucional, no es fanático, pero no entiende que el respeto pasa porque la educación en los colegios sea laica. No es mezquino, pero aplaude al aparente triunfador, al millonario o poderoso sin preguntarse cómo consiguió los caudales o el poder.
Otro grupo de creyentes son parientes de Torquemada. En las religiones jerarquizadas los hay y, desgraciadamente, más de los imaginados. Fanático a su manera, defiende su dogma incluso con la vida de los que no piensan como él. Hace piña con los pastores que alimentan la pureza de la fe, abanderan la caridad, pero no la justicia, piden resignación al resto y que confíen en los paraísos de otro mundo, pero los de ellos están en los de acá. Violento cuando lo atizan, acude a cruzadas, yihad, o involuciones con tal de que los privilegios, disfrazados de creencias, no los pierdan. Son parientes, seguramente, del alcalde actual de Sevilla que ha prohibido beber cerveza en la calle o en las puertas de bares y veladores desde una hora antes del paso de una procesión hasta que concluya.
Un tercer grupo es el que podría denominar creyentes machadianos. Personas que creen en algo que consideran trascendente, pero de manera personal. No necesitan mediadores para su dios, ni liturgias ni imperios en la tierra. Una de sus virtudes es la tolerancia y como expresión de ella, juzgan irrespetuoso cualquier tipo de publicidad pública aparatosa. Creen en la laicidad pública, en una educación no doctrinaria sobre creencias religiosas y, por lo tanto, defienden la laicidad en los colegios. Son intolerantes con las injusticias, abominan de la caridad y apuntan hacia los derechos sociales. Antonio Machado, a mi juicio, es el mejor representante de quienes entran en esta categoría. Me da lo mismo que sean cristianos, budistas, musulmanes, judíos, hinduistas o animistas. Admiro la categoría humana de don Antonio y de quienes son igual de tolerantes, respetuosos, combativos hacia la injusticia, la desigualdad y la falta de libertades.
Dicho lo anterior, es cuando me atrevo a repetir al lector ocasional la pregunta del título: Si es creyente, ¿con qué grupo se identifica? Pero, dígaselo a su conciencia en voz baja sin mentir.
Por supuesto, en el lado de los ateos también existen estos mismos grupos. Y se podría hacer la misma pregunta. Hoy, no es esa la discusión.
En estos días llamados santos, el argumento, también el talante, viene de la mano del martilleo de las mil y una procesiones en televisiones o radios públicas y, por lo tanto, de todos. También de paisanos ateos que −casualmente− son más que los creyentes institucionalizados. Docenas de horas en medios públicos ensalzando, irrespetuosamente para todos puesto que son de todos, a congregaciones, religiones, ritos, capirotes, maderos levantados por legionarios, fusil al hombro, misas o liturgias.
Por cierto, en mi calidad de ser humano, creyente o no, avergüenza, abochorna, la fusión de unos militares armados, en orden de batalla, cantando un himno bélico con una letra banal, con un símbolo religioso, subiendo y bajando una talla que quiere ser simbólica, pero que se convierte en ultraje para la dignidad de muchos, incluyendo una buena parte de los creyentes.
Retrotrae esta imagen a la cruzada nacional-católico-franquista del siglo pasado. Cuesta trabajo que un ministro o ministra de Defensa ampare esta simbología. A un demócrata, creyente o no, católico o no, practicante o no, le da vergüenza. Máxime, que se muestre, profusa y machaconamente, en medios públicos. Si los medios privados prefieren veinticuatro horas de esta guisa, allá ellos y quienes los ven. Pero los públicos, no, los públicos son, también, de los ateos y de los creyentes demócratas.