Entre los filósofos que han puesto el énfasis en la muerte de Dios suele citarse, sobre todo, a Nietzsche, y también a Hegel. No tuvieron una idea original. Estaba ya en la lógica de la tradición luterana, así como en la de san Agustín y san Pablo. Junto a Hegel, fue este último quien subrayó, sin embargo, que la muerte de Dios en Jesús era un aspecto insoslayable de la humanidad de Dios. Respaldó su afirmación apelando al grito de “Dios mismo ha muerto”, procedente de un himno luterano, tan clásico que J. S. Bach lo armonizó y Brahms lo convirtió en tema de un preludio para órgano: O Traurigkeit, O Herzeleid (¡Oh tristeza! ¡Oh pena del corazón!). Nietzsche, sencillamente, invirtió la lógica de la tradición paulina porque consideraba que, con la peripecia de Cristo en el calvario, Dios no solo estaba en el banquillo, sino que había sido condenado y ejecutado.
Esto, entre filósofos. Para los teólogos, la cuestión es más dramática. La teología es un lenguaje sobre Dios (un logos sobre theos), así que no hay nada más raro que ver a un teólogo decir que Dios ha muerto, que nunca ha existido, o que él no lo halla. Naturalmente, si el teólogo está comprometido con el ser humano en este mundo, el problema es de fondo también para los creyentes. Se trata del debate sobre la incompatibilidad de dos atributos de Dios, de su dios: el de la bondad y el de la omnipotencia. Lo planteó el primero Epicuro, en una formulación que angustia siempre a los estudiantes de la disciplina que Leibniz bautizara como teodicea: Dios, frente al mal, o quiere eliminarlo pero no puede; o no quiere; o no puede y no quiere, o puede y también quiere. En el primer caso, Dios no sería omnipotente, en el segundo no sería bondadoso o moralmente perfecto, en el tercero no sería ni omnipotente ni bondadoso o moralmente perfecto, y en el cuarto Epicuro plantea la pregunta acerca de cuál es el origen de los males y por qué Dios no los elimina. Voltaire se preguntó lo mismo tras el terremoto que destruyó Lisboa en 1755, y desde entonces no paramos de preguntárselo a los teólogos ante tanta tragedia.
William Hamilton (Evanston, Illinois, 1924) fue uno de los teólogos con respuestas contundentes, desde el polémico movimiento de la teología de la muerte de Dios, del que fue un representante destacado (junto a Thomas Altizer, Paul van Buren y Gabriel Vahanian). Con el primero firmó un libro de éxito: Teología radical y la muerte de Dios, en 1966. Cuatro años antes había publicado en solitario La nueva esencia del cristianismo, obra también traducida tempranamente al castellano, primera de una decena de obras filosóficas o teológicas. Hamilton falleció el pasado día 13 en Portland (Oregón). Tenía 87 años.
De la difusión de este movimiento da idea un sonado artículo de portada en Time Magazine, hace más de cuatro décadas. Contó Hamilton que se había hecho la pregunta de Epicuro cuando dos amigos suyos —un episcopaliano y un católico— murieron por la explosión de una bomba, en tanto que un tercero —que era ateo— resultó ileso. Se preguntó por qué sufren los inocentes y si Dios interviene en las vidas de las personas. Respondía: “Decir que Dios ha muerto es decir que ha dejado de existir como ser trascendental y se ha vuelto inmanente al mundo. Las explicaciones no teístas han sustituido a las teístas. Es una tendencia irreversible; hay que hacerse a la idea del deceso histórico-cultural de Dios. Hay que aceptar que Dios se ha ido y considerar el mundo secular como normativo intelectualmente y bueno éticamente”.