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Vientos de laicismo

Un viento de laicismo paulatinamente más intenso recorre España. El triunfo electoral de Zapatero ha sido probablemente el revulsivo de quienes durante los ocho años del PP han presenciado un estrechamiento de los lazos entre al Iglesia y el Estado, entre el poder espiritual y el poder temporal -según la terminología del primero-, entre el altar y el trono, entre el señor eternal (decía San Ignacio) y el señor secular (Leviatán).

La aproximación de la Iglesia jerárquica española al poder popular se realizó, según el cardenal Rouco, en nombre de la razonable libertad religiosa de los católicos. Por la otra parte, la aproximación del Gobierno del PP a la Iglesia no tuvo doctrina ni motivación confesa, pero probablemente se produjo en función de ese pragmatismo tan querido por el liberalismo.
Sin revisar por ahora los contenidos de ese acercamiento, admítase al menos que sobrevino una serie de estampas poco afortunadas, anecdóticas incluso, pero demoledoras.
La mayoría de ellas se concentró en el punto culminante de esa cómoda relación: la visita del Papa Juan Pablo II a España, a comienzos de mayo de 2003. Por ejemplo: la imagen de Aznar y su amplia parentela en el salón de la Nunciatura Apostólica de Madrid, en sosegada recepción con el Pontífice. Por ejemplo: la entregada programación televisiva estatal a la visita papal. Cierto es que logró cifras de audiencia inéditas para una transmisión religiosa, pero también fue palpable el rechazo que las continuadas horas de emisión -conducida por el depurado Urdaci- produjeron en no pocos espectadores.
Por ejemplo, y finalmente: la ausencia total de alusiones a la guerra de Irak por parte del Papa, aun cuando tal hecho había sido cita ineludible de sus discursos en el Vaticano durante los meses precedentes. Inexplicable.
No se puede asegurar que algunas palabras firmes del Pontífice al respecto hubieran tenido efectos inesperados en las elecciones municipales y autonómicas del 25-M, pero lo que sí era claro es que el Estado narcotizante informativo, proveído por el PP, estaba entonces en total apogeo, como después se demostró con los referidos comicios.
En resumen, estampas de una relación Iglesia-Estado que sin duda agitaron los vientos de laicidad. Pero, atención, la gran multiestampa está aún por venir: la boda real y católica del heredero de la Jefatura del Estado, la cual, además de agitar laicismos, agitará también republicanismos.
¿Qué es esa laicidad que podría volverse impetuosa en los próximos años?
Por lo pronto, llama la atención que dicho conjunto de ideas y propuestas se halle en estos momentos en fase de discernimiento terminológico por lo que a España se refiere. Conferencias, tribunas, intervenciones, etcétera, conocidas durante las últimas semanas inciden, por ejemplo, en delimitar el laicismo de la laicidad -entendida ésta como versión blanda de lo primero-; o en separar lo laico civil de lo laico religioso, o laicado, que es el término católico opuesto a eclesiástico, y hoy casi sustituido por el de seglar.
El debate terminológico español cabalga sobre las referencias francesas, ineludibles, tanto las politológicas como las de la poderosa teología gala de la segunda mitad del siglo XX.
Mientras los conceptos se van aclarando, lo que sí resulta diáfano para el laicismo es su definición básica como independencia de las personas y de la sociedad de toda influencia doctrinaria, institucional o religiosa.
Bien está, pero conviene plantear una digresión: por coherencia, el laicismo no debería predicar sólo acerca de la separación frente a doctrinas explícitas -caso del catolicismo-, sino frente a corrientes implícitas, doctrinalmente poco perfiladas en la práctica, pero tan abrazadas al Estado, y tan presentes, como el referido liberalismo, cuyos postulados, como se comprueba día a día, subvierten no pocos puntos de de la Constitución (derecho al trabajo, a la vivienda, etcétera). En este sentido, el poder religioso, o el poder clerical, son auténticos bebés comparados con el poder económico -que no debe confundirse con la actividad económica del Estado-, incluso aunque no se cuente con la creciente presencia de los «lobbies» nacionales o internacionales.
Volviendo al laicismo, éste se manifiesta como postura no atea, no agnóstica y no anticlerical. Otros matizan que no es antirreligioso, pero si podría llegar a defenderse de lo clericalizante, ya sea de corte católico, musulmán, judío, etcétera.
En cuanto a sus objetivos concretos para el presente español, y supuesto el principio básico de nítida separación Iglesia-Estado, el laicismo apunta en sintonía con el Gobierno de Zapatero: los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, de 1979, han de ser revisados, al menos en materia de educación y de financiación de la Iglesia.
Habrá que estar atentos a este proceso, extremadamente complejo, pero, por lo pronto, conviene trazarse cierta «hoja de ruta» ante el progreso del laicismo. En el plano intelectual y del pensamiento convendrá, por ejemplo, volver a ciertos binomios debilitados en las últimas décadas, caso de fe y cultura, fe y razón, fe y secularidad, cristianos y socialismo, cristianismo y justicia, etcétera, binomios todos ellos que emanaron del espíritu del Concilio Vaticano II y de su documento nuclear, «Gaudium et spes», sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo.
Ahora que soplan los vientos del laicismo, convendrá recomponer un catolicismo en diálogo con una sociedad naturalmente laica, y no habrá que temer la purificación consiguiente.

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