La decisión del Ayuntamiento de Lleida de proscribir la utilización del burka y del niqab en los espacios de titularidad municipal ha abierto un debate social, político y religioso. Es inevitable y saludable que así sea, porque en una comunidad tan plural como la catalana es preciso sopesar las razones de la prohibición y, al mismo tiempo, prever qué consecuencias puede tener. Suponer que nos hallamos ante una actuación administrativa sin apenas repercusión porque afecta a un porcentaje pequeñísimo de mujeres musulmanas, es una simplificación facilona e irreal.
Para empezar, conviene subrayar que la opinión más extendida es que el velo integral, se mire por donde se mire, tiene mucho de limitación de los derechos de la mujer y bastante menos de cumplimiento de un precepto religioso. Ni siquiera las manifestaciones de aquellas que dicen haber optado libremente por el niqab logran disipar la impresión de que, al ocultarse por completo bajo ropajes de un rigor estricto, estas mujeres renuncian a manifestar su personalidad, a diferenciarse de las demás, a disponer de un espacio de identidad propio e intransferible. En el seno de una sociedad educada en los valores de la Ilustración y la igualdad de los sexos, esta forma de anonimato resulta incomprensible.
Para continuar, conviene recordar que la posibilidad de que todos seamos reconocibles e identificables en el espacio público –sepamos con quién nos cruzamos en la calle– forma parte de nuestro acervo cultural. En cierto sentido, es una manifestación de igualdad que merece defenderse y que deben observar y proteger los ciudadanos recién llegados a nuestro país, con independencia de las creencias que legítimamente tengan. Enunciado de otra forma: ningún musulmán puede sentirse excluido por tener que observar las reglas de convivencia que nuestra sociedad –la de acogida– considera elementales.
Dicho todo lo cual, hay que añadir que habrá que prestar atención a la reacción que suscita la disposición aprobada en Lleida. Primero, porque a meses de una convocatoria electoral conviene que los partidos democráticos anden con pies de plomo para no alimentar la demagogia xenófoba. Segundo, porque sería de lamentar que el propósito de acotar la forma de vestir de unas pocas mujeres diese pie a una reacción de afirmación de algún sector de la comunidad musulmana que acabase por sumar más adeptas al uso del niqab.