En estos días de show business global las actuales pompas vaticanas podrían convertirse en una historia fantástica de decadencia y descomposición. Imaginen. Todos los cardenales, obispos, y acólitos, reunidos y vistiendo sus mejores galas, con sus botafumeiros arriba y abajo, sus arcanos misteriosos y sus ceremonias coercitivas. La chimenea en lo alto, humo sí, humo no. La plaza de San Pedro, a tope de espectadores. Un frío de muerte, a ser posible. Una tropa de 5.000 periodistas acreditados, enviados por un millar de medios.
Pasan los días. Transcurren las semanas. Se evaporan los meses. Y el asunto permanece encallado. No hay acuerdo, no hay fumata. De repente, alguien, situado más cerca del edificio central, ve regueros de sangre deslizándose por debajo de las puertas. La voz se extiende: algo terrible está ocurriendo dentro. En la basílica reina un silencio papal, un silencio que se prolonga hasta lo insoportable. Se agotan los alimentos. No más puestos de hamburguesas, no más expendedores de agua. Las cuentas de los rosarios se marchitan.
Los cinco mil periodistas, sin noticias de Dios ni de su sucesor en la tierra, transmiten el vacío y alimentan sus crónicas entrevistándose los unos a los otros. Algunos se casan, pero tienen que hacerlo ellos mismos, porque no hay curas en el horizonte. En un momento dado se produce entre el público una tanda de uniones homosexuales. Como si se hubiera roto un dique, los asistentes hacen el amor. Los riachuelos de sangre se convierten en ceniza que el viento arrastra hacia las fontanas.
Después del amor, la gente sacude la cabeza, mira alrededor: nada. Ni cardenales, ni humo, ni papa. Recogen sus petates y se van yendo, como en un sueño. A sus espaldas queda un edificio vacío. Adán y el Señor se tocan el dedito.
Y entonces, lenta, tranquilamente, vuelven los turistas.
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