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[Uruguay] Más laicidad, menos sotanas · por Marcelo Aguiar

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En la columna del pasado 15 de marzo “¿Necesita la democracia de la religión?” Miguel Pastorino compartió algunas ideas basadas en una conferencia del sociólogo alemán Harmut Rosa, que se publicó luego como libro. El título del mismo incluía ya la respuesta que sospechábamos a la pregunta retórica de Pastorino: “La democracia necesita religión”. Para Rosa, lo que nuestras democracias necesitan es “un corazón que escuche”, y esa solución estaría dada por la vida eclesiástica que ofrecen las iglesias. Como intentaré argumentar, se trata de una muy mala idea, más propia de un boletín parroquial que de un análisis informado y desinteresado.

Suele afirmarse que los valores religiosos proveen una base moral necesaria para la convivencia en una sociedad democrática, sin embargo, se trata de una idea que no se lleva muy bien con la experiencia histórica ni con lo que surge de las evidencias en el presente.

La religión desempeña un papel más o menos influyente en la esfera privada de sus fieles o en general de los individuos creyentes. Pero su intromisión en el ámbito público, en la educación, la legislación y la administración del Estado tiene efectos negativos sobre la convivencia social y el progreso humano. A lo largo de la historia, la fe religiosa ha actuado mucho más como detonante de conflictos bélicos que como instrumento de paz y reconciliación. Su rol como aglomerante entre los creyentes de un mismo credo, no impide que su efecto neto sobre el tejido social en momentos de crisis sea más parecido al de la bomba incendiaria que al de un bálsamo reparador. Sería imposible entender buena parte de los peores conflictos a lo largo de la historia sin el rol clave de la religión. Desde las guerras tribales de la Antigüedad a las Cruzadas, desde La Guerra de los Treinta Años a la persecución inquisitorial, por no mencionar los casos en los que la fe se entrelaza con la política y el nacionalismo, perpetuando conflictos como el de Irlanda del Norte o el de Medio Oriente, la guerra en Yemen o las acciones bestiales de grupos integristas como Boko Haram. Más que un vehículo de paz y amor, la religión ha sido demasiadas veces aliada de la barbarie, y el supuesto mandato divino, una justificación de masacres atroces a lo largo de la historia.

Por definición, las teocracias son las formas de gobierno en las que la religión logró trepar a la cima del poder. Arabia Saudita, Irán, Afganistán o el propio Vaticano, son ejemplos de países en los que ningún aspecto de la vida de las personas, la legislación, la moral o las pautas culturales consigue liberarse de los dogmas religiosos. Y nadie podrá decir que son ejemplos virtuosos de ejercicio democrático, sino precisamente lo contrario, sociedades fallidas donde se desconoce por completo la noción misma de derechos humanos.

Si fuera necesaria la religión para la salud de la democracia, deberíamos encontrar una correlación clara entre los países más religiosos y los más democráticos. Pero lo que ocurre es más bien lo contrario. Las democracias más consolidadas del mundo, como las naciones escandinavas, tienen altos niveles de secularización, mientras que las sociedades más ancladas en la religión tienden a restringir derechos individuales, desde la autodeterminación reproductiva hasta la libertad de pensamiento. ¿Significa esto que la religión y la democracia son incompatibles? No necesariamente, pero sí demuestra que la democracia puede sostenerse de manera saludable lejos de la religión.

Numerosos estudios cuestionan la idea de que la religión sea un factor indispensable para la cohesión social y el bienestar, sugiriendo que la confianza en las instituciones, la educación y el acceso a derechos fundamentales tienen un impacto mucho más significativo en la felicidad de las poblaciones. Organismos como la Red de Soluciones para el Desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, el Pew Research Center o los informes del World Happiness Report que analizaron la relación entre la religiosidad y la felicidad, muestran que los países más laicos correlacionan con mayores índices de bienestar y satisfacción con la vida. Por el contrario, las sociedades con una fuerte presencia religiosa en la vida pública presentan mayores niveles de desigualdad, conflictos sociales y menor desarrollo humano.

Al interior de países considerados democráticos como los Estados Unidos, son notorias las diferencias entre los estados más seculares y los del llamado Sur profundo, o Cinturón Bíblico, con fuerte incidencia del cristianismo protestante evangélico. En éstos últimos, son habituales las restricciones sobre derechos reproductivos, la negación de derechos a minorías y la imposición de dogmas religiosos en la educación pública, lo que tiende a socavar el pensamiento crítico y desalienta el cuestionamiento, elementos esenciales para la innovación y el progreso. La promoción de prejuicios religiosos sobre la educación sexual ha contribuido en estos estados al aumento de embarazos adolescentes y enfermedades de transmisión sexual, limitando severamente la capacidad de los jóvenes para tomar decisiones informadas sobre su propia salud y bienestar.

Lo que necesitan las democracias de la religión es mantenerse lo más alejadas posible de su alcance. Mucho más que “un corazón que escuche”, necesitan fortalecer sus anticuerpos contra los avances de la religión sobre la esfera pública. Más laicidad y menos sotanas.

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