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Una capilla con víctimas y victimarios. El papel de la iglesia en la dictadura argentina del 76

La socióloga se tomó diez años para indagar en las complicidades entre la Iglesia Católica y la dictadura, y también en su contracara: las tensiones dentro de la institución religiosa. “La propuesta es salir de la imagen binaria de una Iglesia cómplice y otra mártir”, dice.

Parte del clero la sufrió. La evidencia histórica marca que la dictadura del 76 también clavó sus garras en sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y obispos sospechados de “subversión clerical” y, efecto obligado, la pasaron mal. Muy mal. En esto se metió María Soledad Catoggio cuando le dio por dar cuenta de otra arista brava de la época y, bajo el título de Los desaparecidos de la iglesia (Siglo XXI editores), la socióloga se tomó diez años en indagar no solo en las complicidades entre la Iglesia Católica y la dictadura, sino también en su contracara: las tensiones dentro de la institución religiosa respecto de qué hacer ante tal contexto, y sus consecuencias, claro. “La idea del libro surgió cuando estudiaba en la UBA. Traía conmigo un pasado de socialización católica, mi abuelo era un hombre de la Acción Católica, muy volcado a lo social, que trabajó ad honorem toda su vida en una parroquia de la rama alemana de los palotinos. A su vez, me formé en un colegio católico en el que había un grupo de sacerdotes identificados con ese catolicismo contestatario”, enmarca Catoggio, como para entender el origen de una preocupación que desarrolló en casi trescientas páginas, y que presentará hoy a las 19 en la sala Cortázar de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), acompañado por Claudia Feld, Patricia Funes y Fortunato Mallimaci. “Esa forma de militancia me resultaba atractiva pero a la vez problemática porque el componente altruista que la definía contenía mandatos morales que pesaban sobre algunos individuos. Este altruismo podía tener tanto connotaciones autoritarias como, al contrario, manifestarse como formas extremas de sacrificio de sí. Estas cuestiones, que trascienden el fenómeno religioso en sí, me interesaban y la sociología se convirtió en una apasionante herramienta para descifrar esa porción del mundo social”, profundiza la autora, sobre los aspectos subjetivos que la llevaron a indagar en esta temática, desde una nueva mirada.

–Además de la idea fuerza que identifica como la vocación ascético-altruista de las víctimas del terrorismo de Estado, ¿qué eje remarcaría de esta renovada mirada sobre el tema?

–La búsqueda de una comprensión de cómo fue posible que víctimas y victimarios coexistieran dentro de una institución. Es decir ¿cómo fue posible esta unidad?, ¿qué tenían de común? y ¿qué los enfrentó? La propuesta entonces es salir de la imagen binaria de una iglesia cómplice y otra mártir para analizar esa matriz común que se hizo hegemónica en los años treinta y definió al catolicismo como un forma de acción social y política más allá de los límites de la sacristía y, al mismo tiempo, mostrar cómo la socialización en diversos espacios de ese vasto mundo del catolicismo dio lugar a la conformación de distintas lógicas de acción. No fue lo mismo desempeñar el sacerdocio en los cuarteles militares que ser asesor de juventudes obreras, rurales o cura obrero, villero o al servicio de los presos. Otro eje que quisiera marcar es que el libro caracteriza a las víctimas, que fueron mucho más que sacerdotes para el tercer mundo. Ellos solo fueron una porción significativa, pero no la mayoritaria.

–¿Qué vio de las tensiones y complicidades entre la iglesia y la dictadura?

–Respecto de la complicidad, hubo distintos niveles entre poder católico y militar. El libro distingue distintos planos de participación: el más general de legitimación de la dictadura, uno más comprometido de aval de la llamada “lucha contra la subversión”, desde el púlpito o en los cuarteles y, por último, el incriminatorio, el de la participación en la represión en los centros clandestinos de detención. Creo que es importante esa distinción porque no es lo mismo una condena política, social o moral que judicial. Con respecto a las tensiones entre el poder católico y el militar, el libro se detiene entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta para analizar allí el inicio de conflictos jurisdiccionales entre varios obispos y el vicariato castrense. Lo que era una práctica protocolar de presencia religiosa en actos militares o la simple bendición de una capilla pasa a situarse en el terreno de la legitimación religiosa del accionar represivo y eso trae conflictos. De Nevares y Angelelli, por ejemplo, se enfrentan a Bonamín y lo hacen públicamente. Esta tensión irresuelta entre disciplinamiento institucional y represión estatal fue terreno fértil para la construcción acabada de una figura: la de subversión clerical.

–¿Cuáles fueron los casos que más la conmovieron?

–Me conmueve el caso del desaparecido Mauricio Silva, el cura barrendero de Fraternidad del Evangelio, que llevaba consigo un “celebret” –una especie de certificado de cura– para defenderse frente a la represión y lo tenía el día de su secuestro. También el de Pablo Gazarri, que encarnó la figura de la “subversión clerical” para los militares y también para muchos de sus colegas. ¿Hasta qué punto pesaba sobre él la lógica institucional que había dejado su militancia política para ordenarse sacerdote? Ya siendo sacerdote, buscó desesperadamente la manera de conjugar esa búsqueda política en el terreno religioso: desde la pedagogía de Paulo Freire hasta Cristianos para la liberación. Esa búsqueda significó la decisión de salir del clero diocesano para ingresar a Fraternidad del Evangelio. Estaba en esa transición cuando fue secuestrado. Para muchos es el ícono de la víctima “culpable”. Fue cura hasta en la ESMA, de acuerdo con diversos testimonios. Por propia voluntad ofició misa allí para los cautivos y luego compartió con ellos el mismo destino trágico.

–¿En qué sentido cree que ellos fueron “mártires”, teniendo en cuenta lo que implica esta figura para la historia del cristianismo?

–El problema de la categoría “mártir” es que es una categoría religiosa; cuando decimos que tal es mártir, inevitablemente nos situamos en el terreno teológico del que a mí me interesa salir, para comprender cómo fue construida sociohistóricamente esa figura: ¿qué significaba ser mártir en los setenta?, ¿qué sentido tiene serlo en nuestros días? Lo que sostengo en el libro es que la figura del mártir no es sólo una figura de memoria, esgrimida durante la dictadura y la democracia para homenajear al clero víctima del terrorismo de Estado sino que fue también un recurso epocal. Sintetizaba un modo de llevar adelante convicciones religiosas hasta las últimas consecuencias.

–¿Cómo relaciona peronismo e Iglesia?

–Es una pregunta central porque, por un lado, el encuentro con el peronismo en los años cuarenta trae aparejada la dislocación del catolicismo. Es decir, las alianzas y enfrentamientos cruzados que generó el peronismo en el interior de ese mundo dieron lugar a una crisis de la solidaridad corporativa que no hizo más que profundizarse en el plano institucional en los años sesenta con la renovación conciliar. En esa doble erosión de principios verticales, pero también de lazos horizontales, dentro de la institución eclesiástica pueden encontrarse explicaciones de las grandes dificultades para discutir y rechazar colectivamente la figura de “subversión clerical” que dio paso al accionar represivo en las propias filas del catolicismo.

–¿Cuál es su mirada sobre la política del Papa Francisco, respecto de los derechos humanos?

–Es un papa de los derechos sociales (tierra, techo y trabajo) pero más de los movimientos sociales que del movimiento obrero. Sin haber abrazado la causa de los derechos humanos durante la dictadura, la hace suya en un contexto en que estos se combinan con movimientos antiglobalización y son cada vez más derechos sociales, y derechos de los otros (migrantes, refugiados, etc.). El saludo de Francisco, durante la audiencia general celebrada en la plaza San Pedro, a diversas víctimas de la dictadura argentina y a la sobrina del beato Oscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980, habla también de un reconocimiento en el presente que sutura simbólicamente en el terreno de la memoria la ausencia de compromisos pasados con esas causas.

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