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Un Estado laico y muchos días santos

Aunque el liberalismo colombiano buscó reducir su influencia, ni la Revolución en marcha de Alfonso López Pumarejo, ni la Constitución del 91 consiguieron apartar su autoridad en asuntos de interés nacional. Todavía hoy es efectiva la intervención de la Iglesia en proyectos estatales relacionados con temas como el aborto, el divorcio, el matrimonio homosexual, la procreación, la prevención del sida y el uso de las drogas. De igual forma, se mantiene vigente su importancia en la mediación diplomática del conflicto interno del país y en diversos asuntos de interés internacional. Situación que, por supuesto, ha suscitado controversia y ha hecho que se cuestione la existencia de un contexto favorable para la laicidad.

Mucha menos discordia ha producido la presencia permanente de ritos y símbolos de la Iglesia en asuntos y espacios oficiales. La opinión pública censura poco que signos de fe católica sigan colgados de forma permanente en los edificios y escuelas públicas, que los gobernantes, legisladores y magistrados realicen súplicas al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima Virgen en los medios, y que de los 20 días feriados del país, 12 hayan sido ordenados por la Iglesia hace más de 100 años y aún mantengan su vigencia. No obstante, la llegada de Semana Santa y la demanda interpuesta por el abogado Augusto Ocampo en contra de la constitucionalidad de los festivos católicos, obligan a retomar la discusión.

Como lo señala el abogado, la Constitución colombiana predica la laicidad del Estado. Esto significa, sin embargo, no sólo la garantía de libertad de cultos por parte del poder oficial, sino también la pretensión de construir un espacio político en el que la discusión permanezca dentro del modesto pero difícil ideal de una sociedad dividida en la que nadie pretenda convertir sus convicciones en leyes. Un Estado laico implica la institución de una ética cívica que guarde un profundo respeto por la alteridad, que tenga como valor fundamental la libertad y que confíe plenamente en la capacidad deliberativa y el diálogo.

Por lo mismo, el catolicismo y las demás religiones, al igual que las instituciones que las estructuran, no son incompatibles con una sociedad laica. No es problemático que participen activamente en la vida social y rebasen el estrecho campo de lo religioso. La mutua colaboración entre las iglesias y el Estado puede llegar a ser altamente provechosa en la construcción de una sociedad más justa y democrática. Para ello, empero, es indispensable que las iglesias abandonen sus discursos hegemónicos y dejen de excluir a quienes no se identifican con ellos. Es importante que estén preparadas para debatir sobre los asuntos más delicados de la sociedad sin invalidar posiciones que no compartan y que acojan la diferencia respetando las diversas formas de vida.

Es entonces tarea de la Iglesia católica, al igual que de las iglesias de otras confesiones, hacer que un Estado laico no sea incoherente con las manifestaciones religiosas. Es preciso concentrar esfuerzos que ayuden con los problemas socioeconómicos del país y fortalezcan los valores políticos que garantizan la democracia, sin imponer normatividades que alberguen actitudes totalizantes e impidan el adecuado respeto por la pluralidad.

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