Los confesonarios clásicos en España siempre han tenido algo lúgubre y misterioso. Los nuevos modelos, como este en Taiyuan (China), parecen guardar menos secretos.
Lo fascinante de la confesión, ahora me acuerdo, era el confesonario, no sé si por lo que tenía de armario o por lo que tenía de caja. En todo caso, se trataba de una arquitectura misteriosa a la que los domingos, mientras estábamos en misa, se acercaban de forma sucesiva mi padre y mi madre, él por el lado de la derecha y ella por el de la izquierda. Se acercaban, digo, y se ponían de rodillas frente a una ventanita. El sacerdote permanecía en el cuerpo central del cubículo, oculto, por lo general, tras una cortina morada. Aquel espectáculo era muy grave, mucho, y muy tétrico, y muy fúnebre, porque el confesonario tenía también algo de ataúd. ¿Qué cosas malas habrían hecho papá y mamá para verse obligados a pasar por aquella situación ignominiosa? ¿Fue en la iglesia donde comencé a desconfiar de ellos?
Jamás vi entrar o salir al cura del confesonario. O estaba o no estaba, como si llegara a través de unos túneles secretos y se marchara también a través de ellos. El de la foto, desnudo como lo vemos, permite apreciar toda su geometría, lo que le priva del misterio de los de mi infancia. Parece más el esqueleto de un confesonario que un confesonario. Aun así, sobrecogen sus compartimentos, sus divisiones, su funcionalidad. En la medida en que evoca también las antiguas cajas tipográficas, la penitente podría ser la letra de un alfabeto raro, donde unos caracteres se humillan ante otros, que los escuchan sentados y con expresión de hastío. Lo que dice ese alfabeto de sí mismo no puede ser peor que lo que la pobre niña de la foto le confiesa al cura.
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