Los cambios logrados hace tres años se mantienen a pesar de los intentos de desestabilización.
Hace tres años, tras el derrocamiento popular de Ben Ali, la pregunta era a cuántos países vecinos iba a contagiar el incendio tunecino y cuántos dictadores iban a caer; hoy, al contrario, la pregunta es si, de vuelta la ola al lugar de origen, Túnez aguantará el tirón contrarrevolucionario.
En un contexto de retroceso regional, con Siria varada en la agonía y Egipto atrapado en una nueva dictadura, peor aún que la de Mubarak, Túnez lleva meses moviéndose al borde del abismo. De hecho, la sombra de Egipto pesa hoy sobre su destino tanto como la de Bouazizi y la del 14 de enero determinó hace tres años el destino de Egipto. La buena noticia es que por el momento Túnez parece evitar la interrupción abrupta de la “transición democrática”.
Tras los asesinatos de los líderes izquierdistas Chokri Belaid (febrero 2013) y Mohamed Brahmi (julio 2013), la confrontación entre el Gobierno encabezado por los islamistas de Ennahda y la heterogénea oposición –que reúne desde agosto a Nidé Tunis, el partido de la derecha laica, con fuerte presencia del antiguo régimen, y a la izquierda radical del Frente Popular– ha facilitado la labor en la sombra de los que apuestan por un retorno al pasado.
La falsa y prematura “normalización democrática” que surgió de las elecciones del 23 de octubre de 2011, con el inicio de los trabajos de la Constituyente, se ha visto siempre amenazada por el Estado profundo, que Ennahda no se atrevió a tocar, y por una “estrategia de la tensión” conscientemente encaminada a descarrilar el proceso y apartar a los islamistas del poder.
El golpe de Estado de Egipto el 3 de julio de 2013 atizó esta estrategia a la que se sumaron los grupos yihadistas con sucesivas acciones terroristas que condujeron al país, coincidiendo con el segundo aniversario de las elecciones, al borde de la catástrofe. Sin Constitución, sin nuevo marco jurídico, con la misma policía, con un Gobierno incapaz de responder a las demandas de la población, con una oposición islamofóbica y empeñada en buscar atajos hacia el poder, con unos medios de comunicación irresponsables y a veces abiertamente golpistas, sin olvidar un confuso yihadismo crecientemente beligerante, el 23 de octubre, en efecto, Túnez parecía condenado a seguir los pasos de Egipto.
Esquivar el golpe
La intervención del sindicato UGTT y de la patronal Utica desvió el golpe –digamos– hacia un golpecito pacífico (una especie de “voladura controlada”) a la que se llamó “diálogo nacional”, un consenso de élites que dejaba de hecho fuera de juego a la Constituyente y que enseguida condujo a un punto muerto ante la incapacidad de los partidos para ponerse de acuerdo sobre el primer punto de la “hoja de ruta”: el nombramiento de un nuevo primer ministro de consenso que gestionase el país hasta las próximas elecciones.
Sólo dos meses después, cuando las más mezquinas luchas partidistas parecían cerrar todo alivio a la crisis, la intervención de la Unión Europea (UE) forzó un acuerdo en virtud del cual se nombraba nuevo primer ministro, el pasado 16 de diciembre, a Mehdi Jomaa, un “independiente” que ocupaba hasta ahora el cargo de ministro de Industria. Cuando Ennahda parecía encontrarse contra las cuerdas, este acuerdo entre la UE, la UGTT y la patronal concede una inesperada victoria a los islamistas y demuestra que occidente apuesta aún en Túnez por el modelo que los generales han cerrado definitivamente en Egipto con el golpe de Estado y la calificación de los Hermanos Musulmanes de “organización terrorista”.
La malas noticias son dos. La primera tiene que ver con la pérdida de legitimidad revolucionaria de todas las instituciones, incluida la Asamblea Constituyente, gran conquista de la revolución tunecina: la “democracia” en Túnez, si no sucumbe, si se aprueba la Constitución y se celebran nuevas elecciones, se parecerá mucho a las nuestras en el peor de los sentidos. Es en todo caso lo mejor que puede ocurrir.
La otra mala noticia es que esta “normalización” democrática prematura ha dejado fuera a todos los sectores sociales que hicieron la revolución de 2012-2011 en un momento en que la situación económica y social –con una inflación galopante– alimenta, al mismo tiempo, las nostalgias del antiguo régimen, la influencia salafista y la revuelta permanente. Esta mala noticia se inscribe en el marco de una –a mi juicio– erradísima estrategia de la izquierda organizada, que ha desperdiciado un enorme capital político, abandonando a los sectores populares y las candentes cuestiones sociales, para sumarse a la desnuda lucha por el poder en beneficio de la derecha laica neoliberal.
Tres años después de la revolución del 14 de enero, que desencadenó las revueltas populares del mundo árabe, el contexto regional mismo empuja en dirección contraria a la que la inmolación de Boouazizi impuso en 2013. Túnez aguanta por el momento, pero la crisis no ha terminado y un nuevo atentado podría sacudir un proceso democrático que demasiadas fuerzas están interesadas en interrumpir.
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