Quizá habríamos de admitir que no sabemos convivir en democracia; que no nos alineamos suficientemente con fortalezas y valores considerados universales; que nos mostramos con frecuencia tolerantes ante la corrupción; que no pensamos las cosas con rigor y hasta dejamos que otros piensen por nosotros; que, faltos de profundidad y amplitud mental, nos atribuimos la razón con ligereza y precipitación; que relativizamos la verdad y nos cuesta distinguirla de la gran cantidad de falsedades y calculadas sutilezas que nos llegan por los medios y las redes.
Lo de la educación es ciertamente complejo, sí, y desde luego no hemos sido debidamente preparados para esta sociedad de la información/desinformación; para esta sociedad democrática/posdemocrática, en la que no siempre ejercemos con rigor y responsabilidad la soberanía popular. Somos demasiado influenciables también en la adultez, como si algo bloqueara nuestra autonomía de conciencia, como si lo nuestro fuera el seguidismo tras líderes mera o someramente carismáticos en unos u otros entornos.
Pero, enfocada la educación, situemos ya el foco —por aquello de la percibida vocación totalitaria de las religiones— en los colegios religiosos y su particular visión de los valores y fortalezas a cultivar, porque en ellos la educación podría estar resultando singularmente perfectible en las áreas que enfocamos; quizá, incluso, podría estar resultando incompatible con la mejor expresión de la democracia. Algunas reflexiones podrían caber, ahora que comienza el curso 2021-2022.
Cabe preguntarse si el dinero público invertido en los centros católicos se ha traducido en la educación precisa para la convivencia en libertad y diversidad; si ha estado contribuyendo a desarrollar la capacidad de analizar, evaluar, inferir y concluir por nosotros mismos. Cabe en efecto analizar si este dinero ha contribuido, o no lo ha hecho, a prepararnos para el respeto ante diferentes opciones en la política, la religión, la familia o la sexualidad, como a asumir las realidades sociales que otrora se nos escaparon. La duda es saludable y parece tener fundamento.
Desde siglos atrás, la educación católica parece haber tratado de cultivar en los jóvenes tanto el perfil cristiano como el ciudadano; sin embargo, mientras la Iglesia iba avanzando en su doctrina sociopolítica, parecíamos asistir a una suerte de cuestionable solape, de injerencia. Hoy habríamos de asegurar que no se esté preparando a los alumnos de centros católicos concertados para una futura defensa a ultranza de los modelos propios; incluso para una beligerante intolerancia ante lo diferente, ante lo que se salga de lo católicamente establecido.
Ya parecía llamativo (caso revelador) que el estatuto mundial de exalumnos de una popular congregación multinacional (aprobado en Roma por el Rector Mayor y cuyo texto se conoció hace cinco años en diferentes idiomas) contemplara la promesa solemne de defender, “a toda costa” y con un “compromiso social, político y económico”, valores que se declaraban cultivados en el paso por el colegio y se tenían —atención a esto— por “no negociables”; un estatuto mundial de exalumnos (publicado en exallievi.org) que instaba, por ejemplo, a proteger el modelo católico de familia y, sobre todo, a mostrarse combativos —combativos, sí— en la sociedad, en favor de la propia visión de la vida, de la libertad, de la verdad…
Aquella instrumentalización de los antiguos alumnos parecía alinearse (como ocurre en algunas organizaciones tenidas por ultracatólicas) con la exhortación Sacramentum Caritatis (punto 83, sobre valores indiscutibles: “De iis haud licet bonis disputari”) de Benedicto XVI, publicada en 2007. Claro, cabía pensar que asimismo otras organizaciones católicas se sentirían exhortadas. En definitiva cabe preguntarse en qué dirección se ha estado educando en España con el dinero público; preguntarse, en efecto, si el visible clericalismo (en ocasiones desafiante) de la Iglesia se venía proyectando en la educación desplegada, como igualmente en el liderazgo sobre los laicos adultos de alta fidelidad (al credo y al clero).
El papa Francisco ha explicitado con claridad su rechazo a la injerencia del clero en asuntos políticos y ha advertido a los laicos que no se conviertan en “mandaderos” de aquel; pero el hecho es que nuestras autoridades católicas siguen mostrando públicamente su radical oposición a determinadas legislaciones generadas en nuestra democracia, sin que en paralelo conste que los poderes públicos cuestionen el diseño de esta u otras religiones.
Al movilizar a los fieles para el rechazo callejero a nucleares leyes aprobadas, la jerarquía católica no parece contenerse y hasta se ha utilizado a los más pequeños de los centros escolares. En su momento pudimos ver —indecorosa imagen— en torno a colegios católicos a los más pequeños portando carteles de protesta contra la nueva ley de educación (es decir, iniciándose en el activismo callejero), lo que se relacionó con una instrucción recibida de la patronal (Escuelas Católicas).
La cuestión de fondo es si en los colegios católicos concertados se educa para vivir en democracia, o acaso se inculca un activismo sociopolítico que el actual papa no desea. El rechazo de Escuelas Católicas a la LOMLOE pareció llamativo (por su firmeza, como por los falaces argumentos desplegados) y aferrado a su visión de la libertad de enseñanza, uno de los cuatro principios o valores tenidos por innegociables, junto a la visión confesional de la vida, de la familia y del bien común (hay que recordar que Francisco, sin menoscabo de la importancia de estos valores, evita calificarlos de innegociables).
La Iglesia romana observa, claro, con inquietud la secularización de la sociedad y parece poner su esfuerzo evangelizador en generar jóvenes que, en paralelo a su fidelidad al credo, sean asimismo fieles a un clero manipulador que, diríase así, trata de salvaguardar su futuro, sus tradicionales cotas de poder. No, no parece asumir la Iglesia su propia contribución (su trayectoria, sus escándalos diversos, su exhibición de riquezas y poder, su arrogancia, su avidez recaudatoria, su visión de la mujer, de la homosexualidad…) al avance secular de la sociedad, y prefiere señalar al laicismo, corriente que viene calificando de antirreligiosa y se afana en demonizar (aceptando empero y curiosamente la “laicidad”, aunque entendida a su gusto).
No, los laicistas (creyentes o no) no apuntamos al credo sino al histórico empeño del clero católico en manejar la convivencia social, como en rechazar con vehemencia (incluso con violencia tiempo atrás) todo aquello que no encaje en sus intereses y modelos. La Iglesia parece observar hoy con prevención y aun menosprecio a quienes, sin perjuicio del credo, exhiben su autonomía de conciencia (o sea, a los no sometidos); se diría que trata de obstaculizar derechos y libertades (divorcio, eutanasia, aborto, orientación sexual, identidad de género, matrimonio igualitario, educación para la diversidad…) que son debidamente regulados por la democracia y el sentido común.
Pero lo aquí enfocado es la tarea educativa católica. La enfocamos para preguntarnos si cabe confiar en la idónea mentalidad democrática de cada una de las congregaciones dedicadas a la enseñanza; si cabe contar con su respeto auténtico a las diferentes realidades políticas, religiosas, sexuales o familiares, y especialmente a las normas y leyes de que se dota nuestro Estado aconfesional. Una pregunta que parece pertinente, pero sobre todo ineludible porque, como demócratas, necesitamos que la infancia y la adolescencia sean educadas en el respeto a quienes legítimamente piensen y crean diferente, ya sea fuera de la cristiandad o dentro de ella.
En nada contribuye a la convivencia en democracia el empeño desmedido en arrogarse la verdad y la razón, como tampoco contribuye la hostilidad (el enfrentamiento, el odio) ante quienes ven las cosas de otra manera, o la renuncia a pensar por nosotros mismos con detenimiento, con objetividad, con mente abierta y flexible. Nuestra dignidad personal se ve mermada cuando nos mostramos acríticos, crédulos, sometidos, asintientes ante las posverdades que nos rodean en diferentes ámbitos (incluidas las retóricas falaces, metafóricas, hiperbólicas, que parecen preterir nuestra inteligencia).
La educación con dinero público habría de atender a todo esto y bastante más. Al respecto, quizá Escuelas Católicas (que no iba a rendirse en sus aspiraciones, según manifestó) habría de pararse a reflexionar en busca de la compatibilidad deseable, aunque ciertamente no generó indicios de querer hacerlo. Cabe recordar su particular descalificación de la ley (inoportuna, tramposa, partidista, discriminatoria, cizañadora, injusta, intervencionista, segregadora…), mientras pedía una mayor dosis de igualdad, pluralidad y libertad (calculados términos de significado versátil, ambiguo, polivalente).