Toda persona es libre de creer en lo que quiera y de tener las creencias que considere más acordes con su carácter y su temperamento. Pero, cuando estas personas ocupan una función pública, deberían saber que al asumir tal cargo contraen unas obligaciones, emanadas, precisamente, de la ley que hace posible que ocupen dicho cargo.
Nadie debería por tanto –aunque lo esté deseando y pueda hacerlo–, utilizar su cargo público para imponer a los demás sus particulares creencias o utilizarlas como menoscabo de los derechos de los demás, como ha hecho, recientemente, una concejala popular del Ayuntamiento de Zaragoza, que se ha negado a oficiar bodas civiles, porque no reconoce la validez de dicho acto y, sobre todo, porque va contra sus principios. Esta concejala antepone sus creencias a la ley. Por congruencia ética debería dimitir de su cargo, porque este se rige por leyes que nada tienen que ver con sus creencias, sino con principios civiles que ordenan el comportamiento de todos y cada uno de los ciudadanos.
Sustituir la ley por las individuales creencias es una arbitrariedad que solo produce aberraciones de toda índole. Le guste o no, un cargo público se debe a la ciudadanía. Si no es capaz de poner su cargo y las funciones que conlleva al servicio de esa plural ciudadanía, es que tiene una visión tan egocéntrica como sectaria de su compromiso político.
Las creencias personales no deben interferir en las funciones de un cargo público, sino regirse únicamente por la legislación, sobre la que probablemente tenga opiniones encontradas. Pero esa es una cuestión que debería haber sopesado antes de aceptar dicho cargo. Cuando se es un cargo público, no se puede actuar dejándose guiar por creencias individuales por muy arraigadas que se tengan y procedan de la época de Pelayo. Considérese que cuanta más antigüedad tenga una tradición, menos dosis de sentido común encontraremos en ella, y, por el contrario, más signos de oscurantismo y de barbarie.
No es ético aprovechar la condición de funcionario público –alcalde, diputado, ministro, presidente, vicepresidente– para privilegiar la religión que se profese. Menos aún participar en el enaltecimiento de una religión concreta si uno es ateo, como, incomprensiblemente, a veces sucede. Hacerlo, no solo mostraría la estulticia de quien así se comportara, sino que actuaría abiertamente contra la naturaleza de su cargo público, que es por naturaleza aconfesional, es decir, de escrupuloso respeto a la ciudadanía plural y divergente. En este campo, la única manera de respetar a todas las personas sería no haciendo caso a ninguna.
La participación de los cargos públicos en actos religiosos de cualquier índole debería ser castigada por ley. Porque atenta contra el artículo 16.3 de la Constitución. Todas las instituciones públicas son aconfesionales y los cargos que hacen posible su funcionamiento, también. Definirse por una religión concreta es conculcar ese principio constitucional y, por tanto, actuar en contra de las normas que rigen la convivencia civil y civilizada de todos.
Que el Ayuntamiento de Pamplona pretenda asistir en cuerpo de ciudad, es decir, arrogándose la representación de toda la ciudadanía, a una procesión religiosa el día 24 de este mes lo único que demuestra es la incomprensible cerrilidad de una corporación que no ha entendido absolutamente nada del carácter aconfesional de la institución a la que pertenece. ¿No se da cuenta esta corporación de que como tal corporación no representa la pluralidad confesional existente en la ciudad? ¿No ha reparado todavía en que el Ayuntamiento es una institución del Estado, por tanto, aconfesional y que, en consecuencia, debería establecer las normas pragmáticas y protocolarias que de tal hecho se derivan? El comportamiento del Ayuntamiento al asistir a una procesión religiosa lo único que demuestra es su indolencia constitucional.
Como cabía esperar, el único argumento al que se agarra el Ayuntamiento para asistir a dicho espectáculo con chistera incluida es la tradición. Y cuando es la tradición el único argumento que se ofrece como justificación de la conducta, hay algo en él que chirria. Basarse en que se trata de una procesión que la corporación municipal de 1600 acordó para dar las gracias a Dios por la erradicación de la peste bubónica que desde el año anterior asolaba la ciudad y diezmaba a su población, solo revelaría la sobresaliente capacidad de los ediles para dejarse sugestionar por cualquier creencia y superstición.
Es lógico considerar que aquellas gentes pensaran que las pestes de todo tipo fueran producto de los pecados de los hombres y que Dios, por esta razón, se dedicaba el muy vengativo a llenar el cuerpo de los hombres y mujeres de pústulas y bubones. Eso es lo que pensaba ni más ni menos en 1855 el obispo Andriani de Pamplona. Pero, celebrar en pleno siglo XXI la apoteosis de la irracionalidad más cutre, sumiéndose en los mismos alardes religiosos que aquella buena gente, es para pensar seriamente si la cordura de quienes rigen la ciudad está en sus cabales. A fin de cuentas, ¿qué es lo que se quiere celebrar en dicha procesión, que es de carácter religioso, aunque no lo parezca, dados los clasistas y ridículos disfraces de los ediles? ¿La grandeza y el poder de Dios? ¿La superioridad de la religión sobre la ciencia y la medicina? ¿El poder de la fe frente a la aspirina, es decir, de la teología frente al Código Civil? No resulta muy comprensible que a estas alturas de la historia se acepten, por un lado, los adelantos científicos de la medicina para curar una enfermedad, y, por el contrario, no se proceda de igual modo con las creencias y supersticiones, desarraigando de nuestro acervo cultural aquellas que atentan contra la razón. Si en el primer campo se han desterrado modos tradicionales de curar la peste colérica –en 1885 se utilizaba la eterización rectal–, ¿por qué no hacerlo en el campo de las creencias y supersticiones, sean o no religiosas?
Digámoslo de forma clara. Solamente desde la fe se puede aceptar este tipo de manifestaciones y procesiones. Por eso, sería muy higiénico que la corporación municipal, en lugar de asistir a la llamada Función de las Cinco Llagas dedicara este precioso tiempo procesional a elaborar unos protocolos de funcionamiento que respetasen el principio de aconfesionalidad que marca la constitución en su artículo 16.3. Seguro que sería mucho más provechoso para todos, especialmente para los ediles. Les vendría bien reflexionar en una evidencia de sentido común: en materia religiosa no representan a nadie.
Ateneo Basilio Lacort
(En representación del mismo, Pablo Ibáñez, José Ramón Urtasun, Carlos Martínez, Fernando Mikelarena, Víctor Moreno, Txema Aranaz)