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Tombuctú, la vida después de la guerra

Los habitantes huidos retornan por el río Níger a este faro histórico de cultura. Atrás quedan meses de rigorismo islamista

Son las diez de la noche. Decenas de personas se amontonan en el muelle de Mopti ocupando los espacios libres que dejan sus enseres. No hacen nada, simplemente esperan. Hasta las conversaciones parecen haberse detenido en la noche calurosa. De repente, entre la oscuridad comienza a emerger la imponente figura del General Abdoulaye Soumaré, uno de los barcos insignia de la Compañía Maliense de Navegación (Comanav), que hace sonar su sirena para general regocijo. Llega con ocho horas de retraso, pero en Malí cada cosa lleva su tiempo. La mayoría de los que aguardan en el muelle tuvieron que huir de la ciudad de Tombuctú en abril de 2012 a causa de la ocupación de la ciudad por terroristas y narcotraficantes. En realidad llevan un año y medio esperando, así que ocho horas más o menos no les van a aguar la fiesta. Ahora vuelven a casa.

Han sido tiempos difíciles para Malí. Primero, en enero de 2012, el estallido de la enésima rebelión tuareg. Dos meses después, un golpe de Estado que truncaba 20 años de democracia, y una semana más tarde, la ocupación de todo el norte del país por los rebeldes y sus aliados, grupos terroristas de corte islamista radical que llevaban años en el Sahel dedicados al secuestro de occidentales y al tráfico de drogas. Una buena parte de la población civil del norte del país, casi medio millón de personas, huyó en desbandada. Surgieron campos de refugiados en Níger, Mauritania y Burkina Faso, pero la mayoría se fueron al sur del país, a casas de parientes o amigos. Y para acabar, una guerra.

En enero pasado, ante el avance de los grupos armados hacia el sur y la petición de auxilio del presidente interino, Dioncounda Traoré, el Ejército francés puso en marcha la Operación Serval. En menos de 30 días, las ciudades de Gao y Tombuctú eran recuperadas, y los terroristas, perseguidos hasta sus escondrijos en el inmenso desierto maliense. De eso hace ya seis meses. El pasado agosto, unas elecciones que sorprendieron por su relativa calma y participación auparon a un nuevo presidente, Ibrahim Boubacar Keita. Por fin, una luz al final del túnel. Por fin, la lenta recuperación de la normalidad. Y la corriente humana que empieza a fluir en la otra dirección. Suena la hora del regreso.

En Mopti, el embarque es lento y complicado. A través de una estrecha pasarela acceden enseres y personas. La carga es diversa como un mercadillo. Sacos de aromáticas cebollas, arroz, antenas parabólicas, muebles, bidones de agua, alfombras, cestos con pescado o fruta, cientos de maletas, 5.000 botellines de cerveza… Los porteadores se tropiezan, los pasajeros buscan su hueco. En el barco, como en la vida, hay varias categorías, que van desde los casi cien euros de un billete en primera (camarote para una sola persona y te llevan la comida) hasta los ocho euros de la cuarta (dormir al raso, y la comida ni la hueles). Como los medios son escasos, casi todos se inclinan por esta última y se acomodan en la cubierta superior.

A estas alturas del año, en plena estación húmeda, Isaga Ber desciende generoso. Así se conoce en lengua songhay al Níger, Isaga Ber (el Gran Río). Cuna de las más grandes civilizaciones e imperios de África occidental, nace en las montañas de Guinea, y antes de morir en un enorme delta en el sur de Nigeria atraviesa Malí, Níger, Benín y la propia Nigeria. El barco avanza con parsimonia y permite asomarse a la vida que late en las orillas del río. Surgen los pueblos de pescadores de la etnia bozo con sus casas de barro y sus enormes pinazas (piraguas) con las que se desplazan, siempre en movimiento como el propio Níger. Ousmane Aly Traoré, de 14 años, contempla el espectáculo con la mirada perdida. Mira, pero no ve. Solo piensa en llegar, solo piensa en Tombuctú.

“Cuando me tuve que ir, no sabía qué estaba pasando, nadie me contó. Hui con mi hermana en una pinaza y cogí poca ropa, pensé que íbamos a Bamako a pasar unos días, como otras veces”, asegura. Pero los días se convirtieron en semanas y luego en meses y finalmente en un año y medio. Se instalaron en la región de Segou, y allí el joven, que aspira a ser médico, pudo continuar sus estudios. “Pero echaba de menos todo, a mis amigos del barrio, jugar al fútbol con ellos, pero sobre todo a Badji, mi novia”, añade con una media sonrisa. “Lo primero que haré será ir a buscarla”. Además de mercancías, el barco rebosa ilusiones como la de Ousmane.

Tras cruzar el lago Débo, donde el Níger se ensancha, hacemos una primera escala. Las mujeres del pequeño pueblo costero se acercan al barco en pinazas para vendernos pescado. Un gendarme intenta que la cosa no se desmadre. Para garantizar la seguridad, 15 miembros de la Gendarmería Nacional han ocupado dos camarotes y hacen turnos para no perder de vista ambas orillas. Aunque la situación es mucho mejor que hace medio año, aún pueden quedar terroristas escondidos en el desierto. Por eso se toman muy en serio cualquier movimiento y recorren el barco esquivando los numerosos braseros donde las mujeres cocinan arroz o pescado.

Boureima Cissée, de 50 años, viaja en un camarote de tercera clase. Es la segunda noche a bordo y el calor le impide dormir. Es uno de los comerciantes más respetados de la región de Tombuctú, un miembro de la etnia peul que ha sabido prosperar vendiendo televisores, antenas y ordenadores. “Lo de este país ha sido culpa de sus políticos, que han permitido que el diablo se hiciera fuerte, en lugar de cortar por lo sano”, comenta, “solo le pido al Todopoderoso que se acabe de una vez tanta violencia y que comience un nuevo ciclo de estabilidad”. Calla un instante, mira al río y remata. “La guerra es mala para mi negocio”. Sinceridad obliga.

Ya queda menos. El verdísimo paisaje del delta Central ha quedado atrás y ahora son las dunas de arena y la tierra seca del desierto las que se asoman al río. Por la tarde, una tormenta se cruza en nuestro camino. El impasible capitán Traoré decide parar y arrimarse a la orilla a esperar que escampe. Cuando pasa el aguacero, ya es de noche y los primeros contornos de Tombuctú se adivinan en el horizonte.

Su solo nombre evoca mil y una historias. Fundado en el siglo XII por los pastores y comerciantes nómadas tuaregs para abastecer a sus camellos de agua y pastos por la cercanía del río, Tombuctú pronto se convirtió en un punto clave para el intercambio. Aquí cambiaban de manos la sal que venía del Norte y el oro y los esclavos que procedían del Sur. De ahí su identidad mestiza, que llega hasta nuestros días: soninkés, songhays, tuaregs, árabes, fulanis. Cuando el riquísimo emperador Mansa Musa lo anexionó al imperio de Malí y ordenó al arquitecto granadino Abu Haq Es Saheli construir la gran mezquita de Djingareyber, es cuando comenzó la leyenda de Tombuctú.

En el siglo XVI, ya bajo la dominación del imperio songhay, la Universidad de Sankoré y las 180 escuelas coránicas de la ciudad la convirtieron en un imán para estudiantes e intelectuales de todo el orbe musulmán, que acudían a la llamada de Tombuctú, donde se enseñaba teología, pero también literatura, derecho o matemáticas. En esta época, el viajero León el Africano tuvo ocasión de visitarla, ensalzando en sus crónicas el amor de sus habitantes por el saber y la palabra escrita. Para entonces, su luz ya llegaba a Europa envuelta en el misterio porque el acceso estaba vetado a todo no musulmán. El primero en lograrlo (y en volver para contarlo) fue el francés René Caillié en 1827.

En el puerto de Kabara, a las puertas de Tombuctú, un contratiempo. Por razones de seguridad, los accesos a la ciudad están cerrados desde las seis de la tarde. Muchos deciden quedarse en el barco. Con las luces del alba, al fin, la mítica ciudad recibe a los que se tuvieron que ir. Con los ojos abiertos como platos, el joven Ousmane Aly Traoré recorre, a la inversa, el mismo camino que hizo un día de hace 18 meses.

Fue el 1 de abril de 2012. Una coalición de rebeldes tuaregs del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad (MNLA), de los grupos armados Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) y Ansar Dine se hacía con el control de Tombuctú sin que el Ejército de Malí ofreciera apenas resistencia. Fue aquí donde, durante el tiempo de la ocupación, conocidos terroristas como Moctar Belmoctar y Abou Zeid instalaron sus bases; donde su radical versión de la sharía o ley islámica se aplicó en toda su crudeza; donde las mujeres eran encerradas en un cajero a la vista de todos por el “delito” de llevar mal puesto el velo o hablar con un hombre en la calle; donde se prohibió la música, la ropa occidental; donde se derribaron antiguos mausoleos y se quemaron manuscritos.

Y, pese a todo y a su manera, Tombuctú resistió. No se enfrentó a los invasores, se adaptó a ellos. Se dobló como un junco. La sede de la primera universidad de África escuchó la voz de sus marabúes, de sus líderes religiosos: “Se irán, un día ellos se irán y las cosas serán como antes. Hagamos como que compartimos sus creencias, su falsa manera de entender el islam y todo saldrá bien”. Y así fue. A finales de enero pasado, soldados franceses y malienses lograban entrar en la ciudad provocando la precipitada huida de sus señores durante diez meses. La calma ha tardado en regresar, se produjeron ataques y atentados en las semanas siguientes, pero poco a poco las cosas vuelven a estar en su sitio.

Da gusto pasear por las intrincadas calles de Sankoré, el barrio antiguo, contemplar sus casas de barro y sus puertas de estilo marroquí. El miedo y la desconfianza en las miradas que los periodistas encontramos aquí a finales de enero han dejado paso de nuevo a la hospitalidad. ¡Tubabu nana, tubabu nana! (¡Los blancos han vuelto, los blancos han vuelto!), cantan los niños cuando se tropiezan con los primeros turistas solitarios o con los trabajadores de agencias humanitarias. “Las cosas van mejor, Alhamdoulilah [gracias a Dios], pero aún queda mucho para que Tombuctú vuelva a ser lo que era”, asegura Baba Cissé, un conductor que tiene serias dificultades para mantener a su familia.

En el campo de fútbol, una explanada de arena de formas irregulares, se juega un partido. Decenas de vecinos acuden a verlo. Se enfrentan el Madugu y el Khamabongo, dos equipos locales. Es la primera semifinal de un torneo por la paz que acaba cero a cero y se dilucida desde el punto de penalti. Escuchar los cánticos de las dos aficiones en un lugar en el que hasta el fútbol se prohibió durante meses es un buen indicio de que la vida se abre camino.

Por la noche suenan tambores. A la mañana siguiente hay una ceremonia de circuncisión. Una quincena de niños serán “cortados”. Es un momento muy especial en la vida masculina. Durante la ocupación yihadista, nadie se atrevió a continuar con el rito. Los recién llegados son los primeros en participar. Tienen ansias de Tombuctú.

En el centro de la ciudad, la sede del banco BMS ha reabierto. Mucho dinero no hay, pero al menos se pueden hacer ingresos y algunas operaciones. Justo al lado, la tienda del árabe Ahmed Ould Oumar, que en enero fue destrozada por la población en represalia por su “colaboracionismo” con los terroristas, también está operativa. Que los comerciantes árabes se dejen ver de nuevo es un síntoma. “Están volviendo hasta los camellos”, asegura Abdoulaye, guía turístico. “Muchos tuaregs y beduinos se llevaron sus animales al desierto tras la llegada de los narcoterroristas, pero ahora los vemos otra vez”, dice.

Para las mujeres, el cambio ha sido total. Durante la ocupación yihadista debían cubrirse de pies a cabeza, sufrieron vejaciones y algunas fueron violadas en la sede de la Policía Islámica. Encuentro a Fatoumata en el mercado, comprando patatas y zanahorias. Acaba de regresar. “Nunca entendí que esta gente tuviera que venir a decirnos cómo teníamos que vestirnos, llevar el velo o cómo comportarnos. En Tombuctú siempre hemos sido musulmanes y hemos respetado las creencias”, asegura esta mujer. Sobre ellas recayó toda la presión y ahora se sienten liberadas.

Los militares están por todas partes. Los malienses, por supuesto, pero la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Malí (Minusma), que cuenta con unos 500 soldados en la ciudad, lleva la voz cantante. Un militar nigeriano que silencia su identidad asegura que “todo va bien”. “Claro que persisten ciertos riesgos y que hay que estar vigilantes. Los terroristas se esconden en la arena, pero no tememos que pueda haber grandes ataques”, dice. La presencia castrense tranquiliza, aunque hay quien augura “problemas de convivencia” si la misión se prolonga mucho.

El gran reto, coinciden todos, es que vuelva el turismo. El lujoso hotel La Colombe es una sombra de lo que fue. Ni un cliente. El vigilante pasa las horas con la mirada perdida. Los esfuerzos de las agencias humanitarias son bienvenidos, pero no serán las donaciones de sacos de arroz y harina las que permitirán que Tombuctú salga de la parálisis. Solo la llegada de visitantes, que generaba más de la mitad de la actividad económica en los buenos tiempos, permitirá que Tombuctú vuelva a ser lo que fue. El Festival del Desierto, el próximo enero, podría ser el punto de inflexión, el mensaje que el mundo necesita para saber que esta ciudad vuelve a ser un lugar que merece el esfuerzo de venir.

Porque la recompensa es enorme y va mucho más allá de sus monumentos o sus más de 100.000 manuscritos en árabe y en ajami (lenguas africanas transcritas con caracteres árabes), datados en los siglos XV y XVI. Una parte de esos 100.000 manuscritos, 7.000 en concreto, tienen una estrecha vinculación con España. Conforman el fondo Kati, también llamado Biblioteca Andalusí. Su propietario, Ismael Daidié Haidara, dispersó una parte de esos documentos y los que permanecieron en la sede de la biblioteca en Tombuctú fueron protegidos por el chófer de la institución.

A la puerta de la mezquita de Djingayreber está sentado un anciano, Gorko Maiga, muecín desde hace 45 años. “Nunca podrán con Tombuctú. La arena y la tierra de nuestras casas han visto pasar demasiadas invasiones. Hemos aprendido a esperar”, asegura. “¿Sabes?, Dios siempre protegerá a Tombuctú porque nosotros hemos protegido siempre sus enseñanzas”, remata.

Cae la noche y se encienden las luces de la ciudad. Solo hay cuatro o cinco horas de electricidad. Todos aprovechan para cargar móviles y neveras, ver la televisión, arrimarse al ventilador. Las condiciones de vida que encuentran los desplazados en su regreso a la ciudad no son fáciles. Y, pese a todo, vuelven. Ellos son las fibras del fino tejido del que está hecho Tombuctú, ellos han poblado siempre estas calles y, como la ciudad misma, han superado todas las pruebas. Algunas heridas tardarán en cerrar, pero ni el desierto ni los hombres han podido con Tombuctú. Su resistencia, su tenacidad, su capacidad de adaptarse y esperar forman parte ya de su leyenda.

En Abarayu me vuelvo a cruzar con el joven Ousmane Aly Traoré. “El barrio ha cambiado mucho, hay muchas casas destruidas, unas por la lluvia y otras porque pertenecían a bandidos y la gente las ha saqueado”. La ilusión que tenía en el barco ya no brilla en sus ojos. ¿Qué ha pasado? “He visto a Badji, pero no quiere hablarme. Dice que yo la dejé, que me fui sin despedirme, sin avisar. Ahora está con otro”. Imposible convencerle de que habrá otras mujeres. “La recuperaré algún día, es a Badji a la que quiero”, me dice casi enfadado. Ousmane sabrá ser tenaz y paciente. Él también es Tombuctú.

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