La dialéctica reforma-contrarreforma-ruptura viene repitiéndose desde los orígenes del cristianismo con diferentes acentos. Sucede, sin embargo, que los tiempos de reforma son escasos y de corta duración, mientras que los de contrarreforma ocupan largos periodos y son la regla general. El cristianismo nació de los movimientos de renovación del judaísmo como grupo crítico y antisistema en torno a Jesús de Nazaret, "judío marginal" (John P. Meier). Pero pronto se instaló en el sistema y surgió la Iglesia constantiniana, que cambió el rumbo del cristianismo en dirección a la alianza con el poder. Muchos de los movimientos revolucionarios de la Edad Media (órdenes mendicantes, cátaros, albigenses, begardos, beguinas, místicos, etc.) fueron excomulgados y tuvieron una existencia efímera. Volvió a imponerse la contrarreforma y los pocos movimientos proféticos que sobrevivieron lo hicieron en ruptura con la Iglesia feudal. La Reforma protestante pretendía volver a los orígenes y vivir el Evangelio en toda su radicalidad. La respuesta de Roma fue la excomunión del reformador Lutero y la puesta en marcha de la Contrarreforma que comenzó con el Concilio de Trento y duró hasta el Vaticano II.
La misma secuencia se repitió en la Edad Contemporánea: las revoluciones científicas, sociales, filosóficas y políticas chocaron con la respuesta contrarrevolucionaria de la Iglesia católica en todos los campos del saber: el evolucionismo con el creacionismo, el modernismo con el antimodernismo, la filosofía ilustrada con la neo-esocolástica, la democracia con la teocracia, los derechos humanos con los derechos divinos. Doble ruptura: con la sociedad y en el seno de la Iglesia.
Con el Concilio Vaticano II (1962-1965) se inauguró un esperanzador periodo de reforma en la Iglesia católica que logró reunir las diferentes teologías y los plurales modelos de Iglesia en torno a un proyecto de cristianismo en diálogo con la modernidad. La primavera conciliar apenas duró una década. La contrarreforma comenzó ya con Pablo VI y ha culminado con Juan Pablo II y Benedicto XVI. Y en esas estamos, en la "larga invernada de la Iglesia", anunciada ya por Karl Rahner.
Con la contrarreforma ha llegado la ruptura, no declarada, pero real, y en todos los campos: doctrinal, moral, político y social. Dos ejemplos. Mientras los teólogos progresistas y los movimientos cristianos de base defienden el laicismo como marco político y jurídico de convivencia, los obispos dan la batalla por la confesionalidad de la sociedad y del Estado. Mientras los sectores críticos del cristianismo apoyan iniciativas legislativas a favor del aborto o, al menos, de su despenalización, y las mujeres católicas reclaman el derecho a decidir como sujetos morales, la jerarquía califica el aborto de asesinato, exige que sea delito y acusa de cómplices en el asesinato a los parlamentarios favorables a la ley.
Juan José Tamayo es secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII.