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Teocracia, tiranía, democracia

La moderna teoría de la elección social, reinventada por Kenneth Arrow en 1951, se plantea el problema de cómo es posible que convivan en la sociedad valores distintos en el mismo orden que los contiene. Para estos efectos, distingue tres tipos de sociedad: las gobernadas por un código sagrado que se impone como sobrehumano, las gobernadas por dictaduras y las que se organizan democráticamente.
En las primeras, un código sagrado jerarquiza los valores conforme a sus dictados, sea la Biblia, el Corán o cualquier otro. En una dictadura se ordenan de acuerdo con el dictador y en la democracia mediante el acuerdo.
En los dos primeros casos no existe libertad para jerarquizar los valores o profesar otros distintos de los que disponen quienes los dictan. La intolerancia es la regla organizadora de las creencias y los comportamientos. Toda desviación implica un castigo que es administrado por el propio gobierno.
La democracia es, por la misma razón, un invento relativamente nuevo, escaso y difícil si consideramos la historia humana conocida, en la que han prevalecido los dos primeros principios. En las sociedades en las que el gobierno es resultado de la decisión de los gobernados, la intolerancia no tiene cabida lógica. Decir esto no implica que no la haya, sino que, al final de cuentas, es incompatible con la democracia en términos de principio.
Si los valores de libertad de elegir y de igualdad entre los individuos es la base de la elección de los gobernantes, los únicos capacitados para ordenar los valores en la sociedad son los primeros. En términos de preferencias, los valores pueden realizarse de muy diferentes maneras y respecto a los ordenamientos que cada individuo efectúe de ellos de acuerdo con su libertad. De ahí que en las sociedades democráticas no puedan ordenarse los valores conforme a un código sagrado ni a los dictados de una tiranía.
Las posibilidades lógicas de las jerarquías de preferencias son tantas como individuos haya capaces de combinar sus valores diversamente a los demás. Así se trate de religión, sexo o ideología, cada individuo las puede ordenar como quiera.
De ahí que los valores que deben ser comunes a todos para garantizar un orden mínimo y la convivencia pacífica deban ser también mínimos. Es decir, tiene que haber un máximo de tolerancia por los valores diversos.
Por lo tanto, los valores centrales del Estado se tienen que reducir a lo que cada uno de los miembros de la sociedad esté dispuesto a reconocer como derecho de los otros y de sí mismo. Si quiere libertad está obligado a reconocerla en los demás, si quiere respeto está forzado a otorgarlo a los demás, si quiere tener una vida organizada por sus creencias tiene que reconocer que los demás también tienen derecho a ello.
Todo lo anterior viene a cuento porque las recientes reformas al artículo 24 constitucional y la que esta semana introdujo el Senado en el artículo 40 (uno de los 30 que no se habían tocado de los 136, con lo que sólo quedan 29 sin contar los transitorios), lo hacen pertinente.
La lucha en México entre las concepciones laica y religiosa respecto de lo público y el Estado ha sido una permanente del México independiente. Desde mediados del siglo pasado se institucionalizó la separación entre el Estado y la Iglesia (entonces sólo católica). Mientras prevaleció el sistema presidencialista de partido hegemónico, la doctrina del Estado laico prevaleció, aunque no sin un considerable tinte de hipocresía y desacuerdo de muchos.
Al iniciar los procesos que desembocaron en la equidad electoral se modificó la presencia de las organizaciones religiosas en la vida pública. Cuando se dio la alternancia de partidos en el poder (una condición de la democracia), arreció la discusión acerca de su lugar en la vida colectiva.
Sin embargo, subsisten alarmas y ansiedades. La reforma del 24 ha llevado a la del 40 para añadir que la República, además de “representativa, democrática, federal” es laica. No vaya a ser que la del 24 trate de ser un nuevo avasallamiento de la Iglesia católica de la educación pública.
El temor es entendible, pues ninguna iglesia o religión en México ha entendido que si la integridad personal de uno compromete la integridad del otro estamos frente a una situación de intolerancia inadmisible para quien queda en desventaja y para el Estado que debe garantizar la tolerancia.
Nadie tiene derecho a ordenar las preferencias de los otros más allá de los principios básicos de igualdad de libertad y libertad de igualdad, que han sido negados una y otra vez por la convocatoria de cada una de las intolerancias de nuestro medio. Todo acto de preferir tiene que ir acompañado por el de tolerar. Es lo que distingue democracia de teocracia y tiranía.

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