Está hoy a la vista un vacío global de sentido en razón de la irracionalidad de la política y de la economía mundiales, y de la crisis generalizada de las religiones, fuentes naturales de ética y de esperanza. Casi todas las religiones están contaminadas por el mal del fundamentalismo, que es con frecuencia la base del terrorismo.
No le falta razón a Hans Kung, el teólogo que más se ha ocupado en estos años del significado político y ético de las religiones, cuando sostiene que no hay paz política sin previa paz religiosa, que no hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones, y que este diálogo no es eficaz si no se desenvuelve en torno de puntos comunes y relativizando las diferencias. Esta búsqueda de paz religiosa no cuenta con la colaboración necesaria de su componente más numeroso, la Iglesia Católica Romana. Los últimos años han evidenciado tendencias cada vez más cerradas, llegando a formulaciones claramente fundamentalistas y excluyentes que se reflejan en los discursos del Papa actual.
Benedicto XVI está encaminando a la Iglesia Católica por un curso peligroso que ha provocado severas críticas no sólo de teólogos sino asimismo de cardenales, de episcopados como el de Francia, de grupos de obispos de Alemania y, sorprendentemente, de obispos de la romanísima Italia, además de líderes de otras religiones y de organismos ecuménicos mundiales. Desde sus tiempos de cardenal ha tratado a garrotazos a los grupos progresistas y a los teólogos de la liberación, y con guantes de seda a los conservadores y tradicionalistas y a los seguidores del obispo Lefebvre, excomulgado en 1988, quien en rebeldía hacia Roma ordenó obispos y sacerdotes. El Vaticano terminó por acatar sus seminarios, que profesan el rito tradicionalista y ahora, el Papa acaba de atender una de sus mayores demandas: el retorno de la misa en el latín del Concilio de Trento (1545-1563), con todas las limitaciones de comunicación que implica una lengua muerta y sólo accesible a los eruditos.
Lo más grave ocurrió seguidamente, con una publicación sobre cinco cuestiones relativas a la Iglesia, preparada por la Congregación para la Doctrina de la Fe y aprobada por el Papa, que repite lo que en el 2000 el entonces cardenal Ratzinger enfatizaba en el documento Dominus Jesús, verdadero exterminador del futuro del ecumenismo: la única Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica y fuera de ella no hay salvación. Las demás "iglesias" sólo poseen "elementos eclesiales" y a la Iglesia Ortodoxa, el segundo pulmón de la catolicidad según la expresión de Juan Pablo II, se la rebaja a simple iglesia particular. Estas posturas generan decepción y amargura, una atmósfera no favorable a la búsqueda de la paz.
Así aparecen los trazos de gran secta que la Iglesia Católica está asumiendo. Vale recordar que en sus comienzos se llamó secta al cristianismo, ya que era un grupo disidente del judaísmo adherente a Cristo. Como tal, secta era un concepto neutral para referirse a un grupo que se diferenciaba de la mayoría. Cuando posteriormente surgieron conflictos entre los credos, la palabra secta adquirió una connotación negativa como se lee en pasajes de las cartas de San Pablo a los corintios, los romanos y los gálatas. Y San Pedro habla de "sectas perniciosas" que se encierran en sí mismas y excluyen todas las demás.
Este es el riesgo que corre actualmente la Iglesia Católica, aislándose más y más. Su base social principal está en los movimientos de laicos, de pensamiento mediocre y sumisos a las autoridades; en obediencia a la lógica del mercado, prefieren los grandes espectáculos mediáticos a enfrentar los problemas de la pobreza, la injusticia y las amenazas que pesan sobre la biosfera.
Una iglesia se comporta como secta, según autores clásicos como Troeltsch y Weber, cuando tiene la pretensión absolutista de posesión exclusiva de la verdad, se niega al diálogo y rechaza el trabajo ecuménico.
Señal de sectarismo es no haber firmado la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 porque no mencionaba a Dios; negarse a participar en el Consejo Mundial de Iglesias por considerarse por encima de las demás iglesias; por semejante razón, rechazar la convocatoria de un concilio cristiano universal en la perspectiva de la paz mundial; desestimular la compra de tarjetas de UNICEF destinadas a la infancia desprotegida alegando que esa institución favorece el uso de preservativos.
La estrategia doctrinal de Benedicto XVI es de confrontación directa con la modernidad en un pesimismo cultural inadmisible en alguien que debe saber que el Espíritu está en la humanidad y no es monopolio de la Iglesia, y que la salvación se ofrece a todos. De este modo la Iglesia se presenta como un "contra-mundo", actitud que según estudiosos como Séguy es típicamente sectaria.
No me asombraría si algunos conservadores más radicales, animados por gestos del Papa actual, intentasen un cisma en la Iglesia. En el siglo IV casi todos los obispos profesaban la herejía del arrianismo (Cristo apenas semejante a Dios). Fueron los laicos quienes salvaron a la Iglesia proclamando a Jesús como Hijo de Dios. Es urgente actualizar esta historia, dada la estrechez mental y el vacío teológico reinante en las altas esferas del Vaticano.