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Sobre la familia

ANTE la próxima aprobación de la ley sobre matrimonios de homosexuales, y tras el explícito apoyo a la manifestación contra la misma del pasado sábado por parte de varios jerarcas de la Conferencia Episcopal española, se escuchan y leen opiniones que reflejan una total ignorancia de cuanto han aportado las ciencias sociales durante siglo y medio de investigaciones acerca de la familia.

Vaya por delante que, en este como en otros temas, todo el mundo tiene derecho a posicionarse y actuar según le dicte su conciencia –siempre, claro está, que ello no limite la libertad de otros que piensen de forma distinta–, pero lo que no es admisible es que lo que son convicciones ideológicas sean presentadas como "obviedades naturales" que todos debemos aceptar. Porque en esto consiste precisamente el fundamentalismo, sea religioso, político o económico.

En las clases de introducción a la Antropología, el profesor, cualquiera que sean sus creencias, enseñará que no existe ningún modelo natural de familia y que la tenida como tal en la tradición civilizatoria europea-occidental –la llamada familia nuclear– no es sino un caso más entre la multitud de tipos de familia que han existido y existen en el mundo. Y tampoco es cierto que la relación conyugal entre hombre y mujer sea en todos los casos el eje fundamental de la familia. En muchas sociedades, y en nuestra propia tradición en no pocos casos (véase, si no, la norma todavía constitucional que rige para la familia real española), la relación fundamental es la de padre-hijo varón; en otras, lo es la materno-filial; y en muchas la que une entre sí a un grupo de hermanos o, más frecuentemente, de hermanas que pueden tener o no cónyuges más o menos permanentes que son casi extraños del grupo doméstico.

Cuando se habla de que son necesarios un padre y una madre sociales para el adecuado desarrollo de la personalidad de los miembros de la siguiente generación se ignora que en muchas sociedades una persona tiene varias madres sociales (su madre biológica y todas sus hermanas, o su madre y su abuela materna) y que los roles que en las sociedades occidentales atribuimos al padre están, en otras, divididos y adjudicados a dos personas diferentes: el marido de la madre (que concentra las funciones de cariño y enseñanza) y el hermano mayor de la madre (que posee las funciones de autoridad). ¿Cuáles son, pues, los argumentos para definir como natural nuestro modelo de familia y para afirmar la necesidad de que estén siempre presentes un padre y una madre?

Quienes se aferran a esta última afirmación deberían, para ser consecuentes, plantear como obligatorias para todas las sociedades las normas, existentes sólo en algunas, del levirato y el sororato: según la primera, si una mujer queda viuda deberá automáticamente casarse con un hermano menor del marido; y, según la segunda, si es la mujer la que fallece, el viudo habrá de tomar por esposa a una hermana de su difunta. Como se ve, todo puede estar previsto en ciertos casos y nada es constante en la organización familiar.

Tampoco es cierto, como algunos nos quieren hacer creer, que el matrimonio tenga como fin primordial la procreación. Si ello fuera así, es evidente que hablar de matrimonios entre homosexuales (gays o lesbianas) sería una contradicción en los propios términos. Pero ¿son matrimonios para la procreación aquellos en que, al celebrarse, la mujer ha alcanzado la menopausia, o la mujer o el hombre son demostradamente estériles? Quienes hacen inseparables matrimonio y finalidad de procreación, además de olvidar que para conseguir ésta ni los espermatozoides ni el óvulo han de llevar el certificado de casamiento de sus portadores (por no hablar de las fecundacionesin vitro), y de desconocer que la regulación del matrimonio ha tenido durante milenios como función principal la de distinguir entre hijos/as con derecho a herencia e hijos/as sin ese derecho, deberían proponer la total prohibición de casamiento de los hombres y mujeres estériles, de las mujeres (y de no pocos hombres) a partir del climaterio, y condenar toda fórmula de evitación de la fecundidad, incluida el celibato, por la misma razón que condenan la masturbación y todas las actividades y juegos sexuales no destinados a la procreación.

¡Y cuándo se van a enterar muchos que el deseo –sensato o no– de casarse, sea por lo civil, sea por la iglesia, tanto de heterosexuales como de homosexuales, o de bisexuales en sus varias opciones posibles, no refleja otra cosa que una valorización de las funciones afectivas de la familia y de la propia institución matrimonial! Al igual que el divorcio también supone una alta valoración del matrimonio: quienes se divorcian lo hacen, sobre todo, pensando en poder volverse a casar.

Los homófobos autoerigidos en defensores de la familia deberían leer algún libro de Antropología para conocer la multiplicidad de modelos de familia y de matrimonio que han existido y existen en las sociedades humanas. Sobre todo, para no seguir basando sus principios en demostraciones de ignorancia. Que eso sí que es impúdico.

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