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Sobre la aconfesionalidad y la laicidad

EL lunes el Ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, pronunció una interesante conferencia en los Cursos de Verano de la Universidad Rey Juan Carlos, en la que abordó el tema de la Iglesia Católica y su relación tanto con el poder político como con el resto de confesiones religiosas. Su intervención tuvo notables afirmaciones, combinando ideas sensatas y ciertas con otras bastante más discutibles y algunas que, sencillamente, no tienen ningún fundamento. Veamos por qué.

Decir que debe llevarse a cabo una «relectura inteligente» de la Constitución de 1978 en lo referente a la libertad religiosa y las relaciones del Estado con las confesiones religiosas para «no reproducir los tiempos del franquismo, donde la religión católica era la oficial y la privilegiada», constituye, a nuestro juicio, una demagogia. No tiene nada que ver la realidad Iglesia-Estado de 2005 con la que se vivió durante los años 1939-75. La confesionalidad católica del Estado español proclamada por todas y cada una de las Leyes Fundamentales del franquismo permitió una Iglesia de Estado contra la que acabó rebelándose la propia institución. La asignatura de Religión Católica era obligatoria hasta el ciclo superior, y nadie sabía qué era esa alternativa llamada Ética. Los obispos estaban presentes en las más altas instituciones españolas, como el Consejo del Reino, el Consejo de Regencia o las Cortes orgánicas. La programación pública, tanto en radio como en televisión, estaba repleta de contenidos religiosos. El matrimonio canónico, que disfrutaba y sigue disfrutando de plenos efectos civiles, era la norma, y nada se sabía del divorcio y, menos aún, del aborto o la unión de parejas homosexuales. ¿Qué queda de todo eso en este momento?

Por otra parte, es cierto lo que dice López Aguilar de que la Iglesia estableció relaciones con el franquismo, aunque nada habla de su abierto enfrentamiento con el Régimen a partir de 1965, en que finaliza el Concilio Vaticano II, y que casi lleva a la expulsión de un obispo del país (Antonio Añoveros, febrero de 1974). Es igualmente cierto que la Iglesia defendió la Guerra Civil como una Cruzada (contra el comunismo ateo y marxista), pero el término utilizado por el ministro («apadrinó») resulta un tanto excesivo.

Quizás lo que más llama la atención de la intervención de López Aguilar es que, siendo Catedrático de Derecho Constitucional, sea capaz de confundir la aconfesionalidad con la laicidad (¿confusión consciente o inconsciente?). El Estado, o es aconfesional, o es laico. La primera opción indica que el Estado no reconoce como propia ninguna confesión religiosa, pero que se compromete a mantener relaciones de cooperación con las distintas confesiones. La segunda opción, por su parte, señala la total independencia con respecto a las confesiones religiosas. En realidad, la laicidad no es una nueva fórmula de convivencia con las confesiones religiosas, sino una alternativa a éstas, y tiene gran predicamento en las sociedades fuertemente secularizadas. El problema para López Aguilar y para su partido es que la Constitución actual apuesta por la aconfesionalidad: es más, en su artículo 16, punto tercero, menciona expresamente a la Iglesia católica («Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones»). Una fórmula que procede de un gran pacto entre la Iglesia y el poder político durante la Transición. Ésta estaba dispuesta a dejar atrás la confesionalidad católica del Estado español, pero no a perder su preeminencia dentro de la sociedad española. Ahí sí tiene razón López Aguilar cuando dice que no hay igualdad entre las confesiones religiosas. Efectivamente, el concepto de libertad religiosa que posee la Iglesia no es el de igualdad entre todas las confesiones, sino el de la capacidad de todas las confesiones para desarrollar libremente sus actividades. La Iglesia Católica, y así lo garantizaron los cuatro acuerdos parciales de enero de 1979 (jurídico, económico, educativo y cultural, y castrense), ha querido mantener siempre una clarísima preeminencia en el panorama religioso español, amparándose en la tradición cristiana, dentro de su versión católica, de España.

Precisamente por ello constituye una palmaria falsedad por parte del ministro decir que «la religión católica ya no es hegemónica». Por supuesto que sigue siendo hegemónica, y con mucha diferencia, aunque las confesiones no católicas, en especial la musulmana, hayan crecido en los últimos tiempos. Lo que se ha apoderado de la sociedad española, como de todo Occidente, es una gran indiferencia ante el fenómeno religioso: las nuevas generaciones de españoles no se han ido hacia otras confesiones religiosas, sino que han decidido vivir al margen de la religión, en cualquiera de sus formas, para echarse en brazos de una sociedad de consumo desaforado. Pero, dentro de los que sí viven el fenómeno religioso, el número de católicos sigue siendo muy superior al resto de confesiones. Y no digamos de la práctica puramente sociológica: el número de bodas, por ejemplo, según el rito católico, está muy por encima del resto de confesiones.

Resulta evidente que hay cuestiones que reformar en la relación Iglesia-Estado. López Aguilar dice la verdad cuando recuerda que la Iglesia se comprometió a lograr una autofinanciación, algo que, a pesar de haber pasado casi veinte años desde este compromiso, todavía no ha cumplido. También dice la verdad cuando afirma que la Iglesia disfruta de un trato privilegiado. En ese trato privilegiado el Estado tiene algo que decir, entre otras cosas sobre el procedimiento utilizado para el nombramiento de los profesores de Religión, donde la Iglesia ha cometido claros errores y, en algunos casos, clamorosas injusticias. Pero lo que no debe olvidar, en todo caso, es que la Iglesia Católica representa para España mucho más que una opción religiosa: no se puede entender nuestra cultura sin el cristianismo, y, además, parte del éxito del turismo español se encuentra en el ingente patrimonio histórico-artístico de la Iglesia que, por el bien tanto de esta como del Estado, deben procurar mantenerse con la mutua colaboración entre ambos entes. El enfrentamiento creciente entre el Gobierno y la Iglesia solo puede llevar a la recuperación de un conflicto que, afortunadamente, hace mucho tiempo que se encuentra enterrado.

 

PABLO MARTÍN DE SANTA OLALLA SALUDES/DOCTOR EN HISTORIA CONTEMPORÁNEA. INVESTIGADOR CONTRATADO DEL DEPARTAMENTO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

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