Nuestras sociedades multiculturales expresan sus disfunciones a través de conflictos complejos. Lo peor que podemos hacer es interpretarlos de manera simplista. Las polémicas en torno a la apertura de mezquitas son un ejemplo de ello. Son descritas en clave de problemas de convivencia en un mismo barrio entre autóctonos e inmigrantes. O se las vincula con las evidencias de esa islamofobia atávica que parece definir nuestra identidad nacional. Pero representan algo más que eso: son la prueba de la transformación y resimbolización del espacio público por parte de otras referencias culturales y religiosas. El impacto de esta dinámica sobre la emergencia de pertenencias locales, activamente potenciadas por las iniciativas municipales de recuperación del espacio urbano en las últimas décadas, ha generado expresiones de un particularismo militante reactivo ante presencias que son vistas como "no apropiadas". Botellón, prostitución y mezquitas, serían ejemplos -en su singularidad- de estos procesos de irritación social, que reclaman sean reubicados en otro lugar de la trama urbana.
De ahí se entiende la precaución exhibida por los poderes locales que han lidiado con esos conflictos, en un contexto de creciente presión social, política y mediática. La reciente aprobación en Cataluña de una ley sobre espacios de culto responde a una inquietud no confesada de evitar polémicas. Pero no hay que engañarse: la ley sólo es un instrumento de gestión de las condiciones y ubicación de los oratorios. Su utilidad para superar la complejidad de los conflictos futuros se verá cuando ésta se dote de una real dimensión política, desde la que se propongan esos futuros inmediatos sin excluir a ningún grupo de ciudadanos por su singularidad.
Jordi Moreras es profesor de Sociología de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona.