En la tradición del hinduismo, existe la creencia en la llamaba “trimurti”, la trinidad principal de deidades en el panteón de esta religión politeísta. Según ella, el universo gira en torno a la acción de tres dioses principales: Brahma, Vishnú y Shiva. Cada uno de estos dioses tiene una función concreta a realizar, siendo Brahma el que lleva a cabo la creación, Vishnú la conservación y Shiva la destrucción, lo que otorga un carácter cíclico y de constante muerte y renacimiento al mundo (algo esencial en la mayoría de religiones orientales). Por ello Shiva goza de tantos adoradores, ya que en última instancia es la deidad que tiene la posibilidad de acabar con lo que se considera maligno. Pues bien, esta idea del dios destructor en la trimurti hindú nos sirve como metáfora para ejemplificar un fenómeno que, por desgracia, hoy aflora en el mundo como muestra de la barbarie del fanatismo religioso: la destrucción del patrimonio artístico de otras civilizaciones en nombre de Dios.
Y es que curiosamente, siempre se ha alegado en defensa de las grandes religiones que existen en el mundo, que éstas son el origen de las manifestaciones artísticas de las distintas civilizaciones, y que por lo tanto, son las creadoras del arte en última instancia. Además, se ha elogiado el trabajo de conservación y restauración que realizan las comunidades religiosas de todo este patrimonio, señalando que dichos credos se ocupan en la mayoría de los casos de la gestión cultural y explotación turística de dichos lugares. Sin embargo, del mismo modo que Brahma y Vishnú no pueden ser concebidos al margen de Shiva, creo que en el caso de las religiones con el arte, nos olvidamos de que además de ser creadoras y conservadoras, también son en última instancia destructoras, y muy especialmente nuestros credos monoteístas como el cristianismo o el Islam, en donde el fundamentalismo religioso, desde la antigüedad hasta nuestros días, ha sido una constante que ha llevado al incendio y a la destrucción (en nombre de un único dios verdadero) de innumerables piezas artísticas de gran valor histórico.
En los primeros siglos de nuestra era, los cristianos destruyeron la inmensa mayoría del arte religioso grecorromano, ya que lo consideraban homenajes a ídolos falsos que debían arder en el fuego purificador. Templos dedicados a deidades como Júpiter, Venus o Isis fueron destruidos a lo largo de todo el mediterráneo una vez la fe cristiana fue declarada religión oficial del Imperio romano por el emperador Teodosio. Aunque aún conservamos parte del legado clásico en la actualidad, éste es una ínfima parte comparado con el que podríamos disfrutar si las hordas paleocristianos no hubiesen arrasado con tan rico patrimonio cultural en aquellos siglos de oscurantismo y de ocaso de la civilización. Pero ni mucho menos esta actitud fue exclusiva de los cristianos durante los siglos medievales. Unos años después de dichas destrucciones, en Arabia, Mahoma acababa con todas las representaciones artísticas de los dioses preislámicos de La Meca, al considerar también que se trataba de ídolos falsos que iban en contra de Allah. Ya al final del medievo, el fanatismo católico que los conquistadores llevaron a México acabó con la mayoría del patrimonio artístico de la civilización azteca, y los principales templos politeístas dedicados a dioses como Huitzilopochtli o Tlaloc, fueron arrasados por Cortés y sus huestes.
Para colmo de males, el advenimiento de la modernidad no terminó ni mucho menos con estas prácticas religiosas destructivas, sino que por el contrario, el resurgir del fanatismo durante las últimas décadas (especialmente en el mundo islámico) nos está volviendo a dejar imágenes dantescas relacionadas con la violación del patrimonio artístico de la humanidad. En el año 2000, los talibanes en Afganistán (cuya mayoría de integrantes fueron financiados y apoyados por Estados Unidos durante la guerra civil contra los comunistas años antes) volaron con dinamita los Budas de Bamiyán (una reliquia artística única en el mundo, ya que se trataba de estatuas greco-budistas, fruto del sincretismo que se produjo durante la antigüedad en la zona de Bactriana al confluir la espiritualidad del budismo con la fuerza cultural del clasicismo griego, que de la mano de Alejandro Magno había llegado hasta ese lugar remoto de Asia). Finalmente, hace tan solo unas semanas, los yihadistas del Estado Islámico han destruido en Irak esculturas milenarias de la civilización asiria (incluyendo gigantescos toros alados de la antigua ciudad de Nínive). En ambos casos, el argumento fue el mismo que el de sus predecesores fanáticos de la antigüedad: Dios así lo ha ordenado.
En resumen: las religiones crean arte, conservan arte, pero también, destruyen arte. En el caso del monoteísmo además esta práctica puede llegar a alcanzar su expresión más macabra, ya que la creencia en un único dios omnipresente y omnipotente lleva a la negación de cualquier otro deidad, y dicha intransigencia en su concepción más rigorista, puede acabar incitando al deseo de destrucción del patrimonio artístico de las demás religiones, por considerarlas cultos heréticos. Tristes ejemplos como los de Afganistán e Irak supuestamente deberían haber removido nuestras conciencias para siempre, pero hace tan solo unos días, un imam kuwaití volvía de nuevo a las andadas llamando nada más y nada menos que a la destrucción de las pirámides y esfinges egipcias por representar a ídolos paganos de las civilizaciones antiguas. Y es que el sectarismo religioso por desgracia no conoce frontera temporal, y reaparece con más fuerza que nunca en la actualidad para justificar en nombre de sus dioses el mayor acto de barbarie que se puede cometer contra la cultura de la humanidad: la destrucción del legado artístico de nuestros antepasados. Por ello, habría que preguntarse si el patrimonio artístico está en verdad a salvo en las manos del clero, o si en cambio, las instituciones públicas y laicas son las que deben hacerse cargo del mismo, ya que el arte es propiedad de todos y no solo de los creyentes, y en vista de lo que hacen algunos con él en nombre de Dios, tal vez sea mejor prevenir que curar.