Hace mucho, mucho tiempo, que para la mayoría de los españoles perdió su anterior relieve religioso una semana considerada oficialmente “santa” y dedicada esencialmente a reavivar la memoria histórica católica. Semanasanta es hoy el nombre que recibe uno de los paréntesis vacacionales más populares del año, con más de ocho millones de ciudadanos en frenético desparrame, a pesar de la “crisis”. Algo parecido a lo que se vió reducido finalmente el “dieciochodejulio”, incentivado por la famosa paga extra con la que se adornó. Pero eso es lo de menos para una Iglesia en plena decadencia social, que insiste en identificar cualquier tradición folclórica española como expresión popular de “fe católica”.
Ahora que las denuncias por pedofilia brotan como el champiñón en torno a personajes y centros de enseñanza católicos, sería muy oportuno reflexionar, profundizando un poco más, sobre lo que entienden la ICAR y sus acólitos civiles como “derecho de los padres” a elegir la educación que quieren dar a sus hijos. Ya sabemos que no hablarles de sexo para nada se considera muy conveniente para su buena formación. Tiempo habrá para “esas cosas”…
En estos días, el inicio de otra semanasanta pasada por agua, con cuyas imágenes nos obsequiaban nuestros infatigables tele-periodistas (aportando los ingenuos comentarios habituales), mostraba a cientos de niños y niñas, disfrazados de penitentes de capirote, acudiendo a desfilar a toque de tambor y cantos de saeta en torno a estatuas de Jesús el Feo, Jesús el Pobre, Cristo del Cachorro, etc. Toda una pléyade de Jesuses, Cristos, Esperanzas de Esto o de Aquello y demás divinidades-de-facto del partenón popular español, ricamente enjaezadas, a menudo en abierta competencia y transportadas de acá para allá a hombros de fervientes devotos y devotas. Por cierto: la creciente escasez de devotos porteadores parece estar decidiendo a las cofradías a aceptar como cargadoras a mujeres tambien fortachonas, hasta hace poco rechazadas casi unánimemente. La realidad se impone, aunque sea un poco tarde.
Uno se pregunta muchas cosas en torno al tema de la educación infantil. Tantas como llevaron a la Iglesia Católica a imponer sus respuestas durante siglos, allí donde podía hacerlo sin contestación social. Por ejemplo:
-¿qué se pretende enseñar a los críos de entre tres y diez años de edad que procesionan por las calles en torno a una gama melodramática de escenificaciones del dolor y de la muerte?;
-¿qué enseñanza dogmático-religiosa se les trasmite de esa forma en el siglo XXI?;
-¿tiene alguien derecho a manipular sicológicamente a niños y niñas para que aprendan a identificar el bien y “lo que Dios manda”, a través de la parafernalia folclórica ancestral que aprovecha la ICAR?
Las procesiones religiosas sirvieron para iniciar en los misterios antiguos (llamados “paganos”, cuando conviene) a personas adultas de un mundo en el que saber leer y escribir era privilegio de pocos. Las imágenes y las representaciones teatrales introducían al espectador-converso directamente en la escena, con un impacto mucho más emotivo y eficaz de lo que pudiera hacerlo una simple narración. Cuando el imperio romano sucumbió al cristianismo, éste cristianizó gran parte de las viejas tradiciones, procurando reconsagrar lugares anteriormente dedicados a divinidades y mitos paganos, como han continuado haciendo los misioneros católicos por todo el mundo hasta nuestros días. Y por supuesto, fomentaron los desfiles procesionales que ahora siguen sirviendo de reclamo, no sólo turístico. En estos días revalida aquí la ICAR lo de “¡la calle es mía!”.
Lo frecuente es – y eso lo sabe bien la jerarquía católica – que algunas primeras papillas tarden mucho en ser totalmente digeridas. Lo sabemos tambien quienes fuimos víctimas del monopolio educativo de la ICAR y hemos presenciado en nuestro entorno los traumas derivados de esos abusos sicológicos padecidos durante la infancia, de los que se habla menos que de los sexuales, aunque tengan a menudo peores consecuencias sociales.
Tenía mucha razón la madre divorciada que se oponía, hace unos días, a que el padre de su hijo – niño de muy pocos años – disfrazarse a éste de penitente y le permitiera disponerse a desfilar durante horas en una de las procesiones semanasanteras andaluzas. Es posible que a esa señora la impulsase simplemente la animadversión hacia su ex-marido, pero su oposición no perdería valor por ello. Por el contrario, pone de relieve la manipulación de que puede ser objeto un niño bajo la tutela de determinados adultos con autoridad moral y material sobre él, incluso so pretexto de complacer un capricho de apariencia banal.
Seguro que no le habrá parecido tan banal a algún señor obispo y casi seguro que el papá sólo pretendía que su niño “lo pasase en grande” con el jolgorio de esta otra fiesta nacional.
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho