¿Cuántos de los sacerdotes católicos que hoy levantarán la hostia y oficiarán la misa del Jueves Santo creen verdaderamente en lo que su doctrina sostiene?
¿Por ejemplo: que Cristo resucitó efectivamente de entre los muertos y que su mismísima sangre y su mismísimo cuerpo estarán presentes en las hostias que ellos consagrarán este día, por efecto del milagro de la transubstanciación que tiene lugar en el acto de consagrar de cada misa?
¿Cuántos de los fieles que llenarán estos días santos las iglesias católicas creen verdaderamente que Cristo es hijo de Dios y de la Virgen, que está sentado a la diestra de su padre en el cielo y comparte su esencia divina con el Espíritu Santo, que desciende también sobre los fieles cada vez que se celebra una misa?
Quiero decir: ¿en qué creen realmente los que creen?
¿Creen hasta el último aliento y hasta el último detalle, o creen más bien difusa y confortablemente, sin profundidad ni pasión, sin conocimiento verdadero de su fe pero también sin fanatismo?
Tiendo a pensar que creen flojamente, sin preguntarse ni exigirse de más, con una fe que se exacerba y alcanza poder devocional en la adversidad o en la tragedia, y en los días de guardar, pero en general con una fe que si fuera coche pasaría la mayor parte del tiempo estacionado o en punto muerto.
No sólo tengo un enorme respeto por la fe genuina, teológica y popular, que en estos días de guardar mana de lo profundo de la gente. Tengo también envidia. Si pudiera elegir, elegiría creer.
Elegiría una fe que no discutiera con la ciencia ni con la razón, una fe que se resignara a no ser verdad, a tener su dimensión propia de verdad en el poder de dar consuelo y esperanza, no de ser la palabra de Dios, su verdad revelada.
Acaso esa fe no existe en las doctrinas religiosas, pero quizá es la que existe mayoritariamente en el corazón de los creyentes: la fe que consuela y conforta, antes que la que discute o impone su credo.
Quizá los muchos años de laicismo en México han quitado a la religión en nuestro país muchos de sus filos fanáticos, esos que se jugaron y perdieron en momentos trágicos de nuestra historia, durante las guerras de reforma del siglo XIX y la Cristiada del XX.
Quizá esa fe temperada, efectiva como plegaria íntima más que como arma pública, sea ya parte de nuestra cultura religiosa y, en esa medida, de nuestra fortaleza espiritual.
Quisiera pensar que es así, como quien reza paganamente fuera del templo, por una fe de carbonero tibia, resignada a su verdad consoladora, verdaderamente horizontal, humana, tolerante.