La cuestión de las relaciones entre política y religión aparece cada cierto tiempo como problemática. La reciente visita del presidente del Gobierno al Papa, en su condición de presidente de turno de la Unión Europea, no ha sido bien entendida por muchos comentaristas. La nueva redacción del Reglamento de honores del Ejército, que sólo pretendía tomarse en serio el mandato constitucional de a-confesionalidad, ha provocado airadas reacciones. La prevista nueva Ley de Libertad Religiosa está suscitando debates tintados de recelo y resentimiento.
Nada de eso es bueno.
Pero es que además de los problemas clásicos pasados y presentes en relación con las iglesias cristianas, tenemos ahora el desafío de integrar el Islam en Europa. En relación con esta cuestión, comienza hoy en el Centro Cultural AlhondigaBilbao una serie de encuentros con el título genérico de 'Pluralismo, religiones y convivencia', al que asistirá, entre otros, el brillante y polémico Tarik Ramadán.
La cuestión de la prohibición del velo en la escuela pública o la interdicción general del burka en Francia, el referéndum sobre los minaretes en Suiza, y más aún. la sonada representación parlamentaria del partido anti-islam de Geert Wilders en Holanda, con proclamas como que el Islam es una ideología totalitaria semejante al fascismo, y que el Corán debiera ser prohibido en Holanda por las mismas razones que se prohíbe 'Mi lucha' de Adolf Hitler, por ser un libro que incita al odio, son algunos ejemplos.
Barry Kosmin, del Institute for the Study of Secularism in Society and Culture, distingue en el moderno secularismo dos tipos bien definidos: 'hard' y 'soft secularism': «El secularismo duro considera las proposiciones religiosas como epistemológicamente ilegítimas, carentes de fundamento tanto desde el punto de vista de la razón como desde la experiencia». Para el 'soft secularism', en cambio, «el logro de la verdad absoluta es imposible, por lo tanto el escepticismo y la tolerancia serían el principio y los valores prevalentes en la discusión entre ciencia y religión». (Kosmin, Barry A. 19-21, 2006)
Esta distinción es muy pertinente, y si la trasladamos al debate sobre la laicidad en Europa podemos distinguir también fácilmente dos concepciones contrapuestas en relación con la cuestión de cómo ordenar la vigencia de un espacio cívico-político centrado en la ciudadanía común que a todos nos une, y por otro lado que tenga en cuenta la existencia de otros espacios comunitarios y sociales, conformados en torno a cosmovisiones religiosas o filosóficas diversas y antagónicas, que nos separan.
De un lado tenemos una 'laicidad confesante', típica de muchos laicistas militantes, una especie de religión 'por defecto' que, como todas las 'religiones', se considera la sola 'religión' verdadera y se ve a sí misma como la única cosmovisión digna de ser reconocida por los poderes públicos; de otro, una laicidad simplemente mediadora que se define como una fórmula jurídico-política orientada a garantizar la libertad de pensamiento, conciencia y de religión, al mismo tiempo que construye un espacio común a todos -creyentes e increyentes, espiritualistas y ateos- en cuanto unidos por el vínculo común de la ciudadanía.
Esto de la secularización y de la laicidad no viene de ahora y no es un invento de José Luis Rodríguez Zapatero -como parece que algunos proclaman-, sino que se remonta al siglo XVII, cuando el jurista holandés Hugo Grocio estableció que las relaciones internacionales debían independizarse de la teología -'etsi Deus non daretur', 'como si Dios no fuese dado'- y construirse como un derecho racional que deriva de la naturaleza humana y no de la confesión religiosa de los pueblos; después de haber guerreado durante siglos por motivos religiosos llegamos a comprender que las cuestiones teológicas sólo son inteligibles para aquéllos y aquéllas que hacen una opción de fe determinada y no para todo el mundo; no se trata por lo tanto de cuestiones sobre las que el Estado y los poderes públicos tengan competencia y en las que éstos se deban inmiscuir, si no es por razón de su propia jurisdicción.
Vivimos en un escenario complejo y mestizo que nos exige la creación de condiciones de muto reconocimiento, co-implicación, y convivialidad crítica, en el que los poderes públicos garanticen mediante su neutralidad que cada uno de nosotros puede vivir su vida, personal y socialmente, de acuerdo con sus opciones religiosas o filosóficas, y todos podamos encontrarnos 'fraternalmente' en el vínculo común de nuestra ciudadanía. A eso lo llamamos muchos simplemente laicidad.