A la vista del cúmulo de disparates, indecencias y desatinos que presiden la vida política de este país en los últimos tiempos, no viene mal tomarse algún respiro e intentar elevarse hacia el terreno poético de la vida (que también forma parte de la “polis”), y alejarse, en algún momento, de lo que Clarín denominaba “la prosa vulgar de la vida cotidiana”; prosa vulgar que, en el caso concreto de los despropósitos a los que nos tiene acostumbrados la oposición, más que vulgar es obscena y soez, pero dejémoslo ahora….
El jueves pasado en la Televisión pública se emitió una entrevista a José Saramago en uno de los programas televisivos que merecen realmente la pena, teniendo en cuenta el abanico de astracanadas, cotilleos y trivialidades que es frecuente encontrar en las distintas cadenas. El motivo de la entrevista era su último libro, que ha titulado Caín, libro en el que vuelve a poner en evidencia su desencuentro irreconciliable con lo religioso, en concreto con el cristianismo y la iglesia católica.
Pese a la polémica que inevitablemente iban a suscitar sus palabras, Saramago califica la Biblia en su nueva obra como “un catálogo de crueldad”, y dice literalmente “…en la Biblia hay crueldad, incestos, violencia de todo tipo, carnicerías… esto es indiscutible”. Es evidente que Saramago es arreligioso, o, lo que es lo mismo, es ateo. Es, sin embargo, un hombre inmensamente espiritual, y esos minutos televisivos lo reflejaron perfectamente al dejar al descubierto su lado más humano, más profundo y más excelso.
Esa entrevista al Nobel de Literatura fue realmente un pequeño ascenso a esa parte poética de la vida, que algunos llaman sublime y otros “espiritual”. Su profundo humanismo, su reflexión incisiva sobre el sentido de la vida, su preocupación intensa por el devenir del mundo y del ser humano, mostraban al desnudo a un hombre compasivo que ha luchado desde la emoción y el intelecto por conseguir comprender la realidad. Se emocionó al hablar de su abuelo, un hombre humilde y analfabeto que, al saber que iba a morir, se despidió, abrazándoles y llorando, de los árboles que le habían acompañado en su pequeño huerto a lo largo de su vida.
Nada ni nadie me podrán convencer de que lo espiritual tiene que ver con dogmatismos férreos, con supuestos pecados, castigos, miedos y culpas… y que no tiene que ver con un hombre íntegro que ha profundizado en los resquicios de la vida, de la suya y de los otros, para poder entenderla. Nada ni nadie me podrán convencer de que lo espiritual es algo ajeno a la hondura de aquellos abrazos con que un hombre humilde, pero sabio, se despidió de unos árboles con cuya esencia profunda, probablemente, se había integrado.
Nada ni nadie me podrán convencer de que lo espiritual tiene que ver con el dinero, el poder, la codicia voraz, la imposición, los dogmatismos, la intolerancia, la tiranía, el fanatismo y la restricción de lo humano. Y no hace falta que nadie me convenza, porque convencida estoy, de que aquello que llamamos trascendente o espiritual tiene que ver con la honradez, con la verdad, con la alegría, con la libertad, con la sencillez, con el amor a la existencia en todas sus pulsiones, y sobre todo, con el respeto profundo a la vida en todas sus manifestaciones, todo eso que mostró al final de su vida el abuelo “analfabeto” de Saramago.
Una hermosa muestra más de que lo trascendente, como decía Gandhi, nada tiene que ver con la religión; probablemente, más bien, todo lo contrario.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica