Cargos y funcionarios episcopales de Zaragoza, y de otras diócesis, informaron durante años al Vaticano sobre la presunta tolerancia de Manuel Ureña con supuestas prácticas homosexuales en su iglesia y sobre su política de personal
El pago de una desmesurada ayuda de 60.000 euros libres de impuestos a un joven que no completó su preparación para ser ordenado sacerdote colmó un vaso que había comenzado a llenarse en tiempos de Ratzinger
Ureña fichó y colocó como fiscal eclesiástico a un colombiano que carecía de facultades sacerdotales en su país y que fue clave en la formación del influyente colectivo de curas de aquel país en Zaragoza
Las sospechas de Roma sobre una presunta tolerancia con la práctica de la homosexualidad en la iglesia zaragozana provocaron el cese de Manuel Ureña, el arzobispo favorito de José María Aznar, el pasado otoño como jefe de la iglesia aragonesa.
La Santa Sede había ido recibiendo en los cinco años anteriores una serie de denuncias –hasta una docena- que ponían esas sospechas en conocimiento de las autoridades vaticanas.
Algunas de esas cartas incluían referencias a la influencia que iba ganando en la archidiócesis el llamado “ lobby colombiano” y, también, otras referentes a algunos episodios de la gestión económica y de personal del arzobispado.
Las denuncias, según la documentación a la que ha tenido acceso eldiario.es Aragon, iban firmadas por altos cargos y funcionarios del arzobispado, por los responsables de otras diócesis aragonesas y por algún destacado religioso que mantiene estrechos vínculos profesionales con la sede zaragozana. Todas ellas eran individuales.
Denuncias en tiempos de Ratzinger
El grueso de esas denuncias tiene fechas anteriores al episodio del diácono de Épila: un joven que realizaba en la parroquia de ese pueblo el último tramo de su preparación para ejercer como sacerdote fue indemnizado con 60.000 euros libres de impuestos tras decidir la diócesis que no sería ordenado. Ese asunto, fechado en octubre, fue, en todo caso y según fuentes eclesiásticas, la gota que colmó un vaso que había comenzado a llenarse en tiempos de Benedicto XVI y que se desbordó el pasado otoño, con el Papa Francisco ya asentado al frente de la Iglesia.
El cura de Épila durante el periodo de formación del joven, Miguel Ángel Barco, fue cesado hace unos meses por el actual arzobispo, Vicente Jiménez, el cual suspendió la comisión de servicios por la que Ureña lo había traído de Alcalá de Henares.
Jiménez también ordenó hace unos meses el cese del colombiano Óscar Avilez, uno de los curas de la máxima confianza de Ureña, al que, además de encomendarle la dirección espiritual del hospital Provincial, el arzobispo emérito designó como promotor de justicia, un cargo equivalente al de fiscal eclesiástico.
Sin embargo, el arzobispado de Bogotá había señalado ya en 2010 a Avilez como un “falso cura” que carecía de facultades sacerdotales. El promotor de justicia fue quien seleccionó, en viajes a su país que costeaba la archidiócesis, a la mayoría de los religiosos y seminaristas de origen colombiano que, bajo el mandato de Ureña, fueron incardinados en Zaragoza.
La purga de don Vicente
Varios de los miembros de ese colectivo, del que formaban parte una treintena de curas, han sido recientemente suspendidos de funciones por Jiménez, que ha acometido una cosmética iniciativa a la que sectores afines al arzobispo cesado se refieren como “purga”: mantiene a la anterior cúpula diocesana, cesa a funcionarios críticos con Ureña, cambia la dirección del seminario y deja sin destino a algunos sacerdotes de origen extranjero reclutados por Avilez. Algunas de esas decisiones han provocado la dimisión de cargos del arzobispado, disconformes con la línea de Jiménez.
El seminario de Zaragoza, habitualmente situado fuera del foco de los medios de comunicación, fue escenario a mediados de 2008 de una pelea entre dos de sus estudiantes en la que se llegó a esgrimir alguna arma blanca. Fuentes eclesiásticas relacionan el origen de ese enfrentamiento con una disputa de tintes pasionales.
El arzobispo cesado continúa residiendo en Zaragoza, diócesis que desde hace años es escenario de una disputa por el poder eclesiástico entre fuerzas conservadoras como el Opus Dei, que contaban con el apoyo de Ureña, y colectivos de perfiles más sociales, como los cristianos de base, alineados junto al retirado Elías Yanes.
La buena salud del favorito de Aznar para suceder a Carles
Ureña nunca será cardenal. A principios de la pasada década fue la apuesta del PP para relevar a Ricard María Carles al frente del arzobispado de Barcelona, una sede cardenalicia directamente dependiente de Roma que comparte, junto con la de Tarragona, la bicefalia de la Iglesia catalana. “Mi Gobierno insistió en la Santa Sede en el error de ceder a la presión de las diócesis catalanas” en lugar de optar por el “principio de universalidad que hacía posible y recomendable un nombramiento diferente «, señala en sus memorias José María Aznar, contrariado por el hecho de que Roma optara para ese puesto por Lluís Martínez Sistach en lugar de por su candidato, obispo de Cartagena en esas fechas y tan cercano a las tesis de La Moncloa que saltó a la fama por su apoyo al proyecto del trasvase del Ebro.
El momento de Ureña ha pasado. De hecho, su cese fue tan fulminante que la Congregación para los Obispos se saltó la tradicional consulta sobre una terna de candidatos que realiza entre el episcopado español cuando debe nombrar a un nuevo arzobispo. Optó por Jiménez sin sondear más allá de los muros vaticanos.
El 12 de noviembre pasado, Ureña anunció en una rueda de prensa que renunciaba al cargo de arzobispo de Zaragoza por motivos de salud y que ese era el motivo por el que había pedido a Roma su relevo. Sin embargo, su comparecencia incluyó esta contradictoria declaración: “Estoy espiritualmente muy fuerte, que es lo importante, y físicamente no me encuentro mal».