Desde hace muchos años, vengo manteniendo la idea de que los cambios de mentalidad de una sociedad dependen en buena medida de las decisiones que toman los jueces a la hora de resolver los conflictos públicos que se generan entre los individuos y el Estado, instituciones y colectivos. En muchos casos, gracias a sus sentencias –esas que dicen que sientan jurisprudencia-, se avanza o se retrocede en la confirmación o deterioro del respeto a los derechos fundamentales que conforman la dignidad de las personas. Y, entre ellos, la libertad de expresión es la piedra angular que permite conocer de modo directo si dichas sentencias son positivas para consolidar o no dicho progreso.
Por esta razón, que un juez haya multado a Rita Maestre con 4320 euros “por un delito contra la libertad de conciencia y los sentimientos religiosos”; en definitiva, por haberse burlado de los sentimientos religiosos de los católicos, constituye una noticia lamentable, porque se trata de una decisión de las que, en lugar de hacernos avanzar en el respeto a los derechos fundamentales de las personas, nos hace retroceder un milenio.
Paradójicamente, los sentimientos religiosos, que este juez considera que han sido denigrados in illo tempore por la concejala madrileña, son los mismos sentimientos en los que se fundamentaba la Inquisición para hacer valer su poder contra los herejes, a quienes, sin paliativo alguno, llevaban a la hoguera después de haberlos pasado por distintas torturas deliciosas. Son idénticos porque el sustrato teológico que les da origen es el mismo: la fe en Dios. Sin esta, todo ese entramado de acusaciones se esfumaría.
Dichas creencias son las que están en la base de la sentencia del juez, el cual ha sido incapaz de desprenderse. Ellas han constituido la base de sus consideraciones y premisas nada jurídicas para condenar a Rita Maestra. A un juez perteneciente a un Estado aconfesional no le basta con apelar a la fácil componenda de que el Código Penal contempla dicho escarnio como un delito. Porque en este apartado, Constitución y Código Penal se dan de bruces. Uno de los dos sobra.
El sentimiento religioso es un abstracto como puede ser la Patria, la Bandera y la Felicidad. No existe ninguna materialidad física de su esencia. Es resultado de una configuración psicológica, mental y química que el individuo se crea en función de cómo somatiza sus respectivas creencias en el más allá o en el más acá. De hecho, nadie sabe en qué parte de su cuerpo se ubica dicho sentimiento. Para unos, estará en el corazón; para otros, en el casquete cerebral. El escritor L. Sterne solía decir que la conciencia de muchos políticos y sacerdotes estaba situada en el estómago. De ahí que se alterase de un modo tan poco decente.
Apelar a que uno se siente herido porque alguien se ha metido con sus sentimientos religiosos, tal y como pretende el artículo 524 del Código Penal, castigándolo de un modo cruel y vesánico, está fuera de lugar. No se corresponde, no debería ser compatible, con las maneras actuales de resolver los problemas que tienen un origen en las percepciones subjetivas de la piel o de la imaginería más sofisticada. Y todo lo que rodea a la metafísica y a la teología está impregnado de una fantasmagoría que difícilmente puede digerir una mínima racionalidad desarrollada.
Tal consideración del código y tal pena constituyen un resabio de lo que ha sido el poder religioso nacionalcatólico en este país, el cual debería desaparecer, porque, no solo choca con la existencia de un Estado aconfesional establecido por la Constitución, sino porque atenta contra un principio fundamental como es la libertad de expresión. Sin esta, es imposible que la sociedad hubiera avanzado un metro en el resto de las conquistas de los demás derechos. La Iglesia siempre fue enemiga de dicha libertad. ¿O hay que recordarle, entre otras sevicias, su aberrante Índice de Libros Prohibidos? Gracias a quienes se opusieron al poder omnímodo de la religión y sus sentimientos intocables hemos podido llegar hasta aquí: habitar un espacio civil, donde es posible la convivencia plural y democrática de los distintos credos coexistentes en la sociedad.
La defensa ultramontana de tales sentimientos religiosos atenta contra esa convivencia plural. Los inquisidores lo han hecho históricamente. Su defensa dictatorial ha sido causante de millones de muertos. Y, si no se hubieran puesto en la picota por personas que terminaron torturados por ello, ahora mismo seguiríamos sometidos a la dictadura de la fe, gracias a la cual se han justificado guerras y crímenes sin cuento. Se trata de unos sentimientos dañinos, que en lugar de abrirnos hacia los demás respetuosamente, nos enclaustran y nos hacen ver a los demás como enemigos. Todavía recuerdo al escritor de Prada decir que “a los ateos les faltaba lo más esencial en la vida”
Reírse de la religión y de sus dogmas debería estar a la misma altura o bajura ridícula que hacerlo de la Política, de la Gastronomía o de la Sexualidad. Ridiculizar los sentimientos religiosos es una actividad tan perfectamente honorable como ridiculizar los sentimientos amorosos o políticos. Gracias al proceso esperpéntico por el que grandes escritores e intelectuales han sometido la religión y los sentimientos que despierta supuestamente, hemos podido aguantarnos unos a otros un poquito mejor. Y ya es sintomático que sea el poder religioso quien peor aguante dicha ridiculización.
Rita Maestre reconoció que aquel gesto suyo de entrar con el torso al aire en una capilla universitaria fue un pecado de juventud, por lo que, habrá que suponer que, quienes ya pintamos canas y defendemos la salida de dichas aulas fuera del campus universitario, tal vez estemos cometiendo un pecado de senectud. Menos mal que lo hacemos con premeditación, porque hasta es posible que también nos culpasen de que fuera producto de un Alzheimer laicista. Alzheimer, pero teológico y doctrinario es el que afecta a tantos obispos de este país quienes se olvidan una y otra vez de sus vehementes declaraciones, ridiculizando a los ateos a quienes se les confiere una naturaleza ínfima, cuando no diabólica, lo que en boca de un purpurado suena la mar de evangélico.
Es terrible que estos obispos, lo mismo que los jueces, hagan caso omiso de las ofensas a los sentimientos de los ateos y, que, curiosamente, se amparen en la libertad de expresión constitucional para decir lo que se les pase por entre los pliegues de sus casullas contra todos aquellos cuyas conductas atentan contra la rigidez de sus dogmas.
En manos de los jueces está la posibilidad real de que la conducta de los seres humano sea juzgada justamente y no pedagógicamente, ni teológicamente. Así que, para empezar, no estaría mal que ellos, precisamente ellos, fuesen quienes pidieran a quien corresponda enviar a una fosa pelágica el artículo 524 del Código Penal. Por el bien de los sentimientos de todos