Adultos a palo limpio por pasear un muñeco, niños aterrorizados y desgañitándose mientras los zarandean por los aires para recibir bendiciones; devotos que no saben explicar lo que sienten, pero que lo sienten mucho; agradecimientos, llantos, desmayos. Y fe: fe a raudales.
No valdrá de nada decir a toda esta gente que lo que viven como una realidad es un cuento muy provechoso para unos pocos ‘príncipes’ y que la Iglesia es una especie de mafia con un poder extraordinario. Tampoco serviría de nada preguntarles qué pensarían de alguien que asegura que tiene un amigo imaginario, o que rinde culto a su Barbie o su Geyperman. Lo más probable es que se rieran de esos pobres trastornados sin darse por aludidos.
Que sí, que ya sé que es fruto del condicionamiento cultural y de las tradiciones, del adoctrinamiento; de la incapacidad para priorizar la racionalidad sobre los dogmas; que no siempre hay una carga confesional (aunque sí religiosa), y que cada cual hace con su vida y sus ideas lo que le da la gana. Pero por su Dios, aunque nos pidan respeto por sus costumbres y sus pulsiones y fervores, que no nos pidan que no sintamos una mezcla de risa, vergüenza ajena y abatimiento cuando asistimos a estos espectáculos tan bochornosos en pleno siglo XXI.
Que no nos pidan imposibles. Porque creer en imposibles, y más que eso, llevar a cabo imposibles, es cosa de dioses, santos y magos, y a los que no nos han presentado a ninguno se nos hace un poco cuesta arriba ser tan crédulos. Y que tampoco nos pidan que nos callemos, porque callar por no herir sus sentimientos hiere los de los que no comulgamos con las supercherías.