Si tuviera que mencionar dos de las afirmaciones que más me irritan, serían las siguientes: “hay que respetar las creencias de los demás” y “no importa en qué dios creas, lo importante es creer en algo”.
Me resultan irritantes no solo porque no resisten el más mínimo análisis sino porque, a pesar de eso, son asumidas por la sociedad en que vivo y con una unanimidad casi monolítica, como verdades incuestionables.
¿Hay que respetar las creencias de los demás? ¿En serio hay que hacerlo? Pues yo creo que no. Y para no alargar la explicación lanzo una sola pregunta a modo de ejemplo: ¿merece respeto y consideración la opinión de los neonazis sobre la superioridad de los blancos? Yo espero, de corazón, que la mayoría de personas respondan que no.
Y aclaro: no propongo quitarle sus derechos a los cabeza rapadas, ni siquiera a los integrantes de la cantinflesca comunidad que reivindica la figura tragicómica del ario colombiano. Creo que, en principio, esas personas merecen el mismo respeto que cualquier otra. No así su creencia.
El problema radica en confundir la persona con la opinión de la persona.
Si me encuentro con alguien que considera que se debería permitir a los adultos sostener relaciones sexuales con niños —de hecho existe una comunidad en Europa y Estados Unidos que lo hace— reclamo el derecho a decirle: “tu opinión no merece el más mínimo respeto”.
Una cosa es la persona y otra su idea.
¿Respetar a las personas? ¡Claro que sí! ¿Respetar automáticamente sus creencias? ¡Claro que no! Las creencias, para ser dignas de respeto, deberán cumplir el requisito de no lesionar los principios sobre los que se construye la civilidad.
¿Y qué decir a quienes afirman que sin importar en qué dios se crea, lo importante es creer en algo? Pues habría que preguntarles ¿importante para qué?
¿Importante para ser felices? Claro que no. Los muchos descreídos que llevamos vidas bastante satisfactorias y los miles de creyentes que arrastran existencias miserables descartan esa posibilidad.
¿Importante para ser buenas personas? La lista de ateos nobles y de creyentes criminales es tan extensa que sobran los detalles. Por supuesto la afirmación contraria también aplica, lo que no hace más que reforzar el punto de que la creencia en nada determina las cualidades morales de una persona.
Si bien la masa religiosa ha aceptado a regañadientes cierta tolerancia ecuménica como única salida al arrinconamiento intelectual al que ha sido sometida por la ciencia y la razón, también es cierto que su desprecio inveterado por la diferencia se ha desplazado ahora a su nueva colectividad de parias: los ateos. ¡Y si no, ¿cómo va la religión a ejercer su amado deporte de señalar y de juzgar al diferente?!
Pues no. No hay que creer en algo. Se puede (¡de hecho es espléndido!) no creer en nada desde una perspectiva religiosa sin que eso signifique ser moralmente indigno.
Acepto sin problemas que la creencia en un dios es útil, en especial para quienes tienen pánico de enfrentar su finitud. Pero el hecho de que sea útil no la hace ni necesaria ni verosímil y en no pocos casos se convierte en un lastre que nubla el camino de la felicidad.
“Con religión o sin ella hay gente buena haciendo el bien y gente mala haciendo el mal. Pero para que la gente buena haga el mal se necesita la religión”. Esta brillante afirmación del Premio Nobel de Física Steven Weinberg resume mi punto: no creer también es una opción humana y moral perfectamente defendible.
Dos frases irritantes.
Dos pseudoverdades de aceptación casi unánime que me recuerdan, cada vez que las escucho, lo poco que la especie a la que pertenezco utiliza el órgano que la define como especie.
Carlos Palacio