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Resistir en condiciones extremas

Te pueden rodear, te pueden acribillar, pero no dañar la inteligencia

Una mujer debería tener de­recho a sufrir un gripazo durante semanas, en cama reglamentaria, y a entrar inmovilizada en la setentena, mientras tanto, sin verse amenazada desde todas las pantallas de plasma plasta por las ceremonias, oficiadas por señores con enaguas, en el corazón de piedra del Imperio Católico Romano, o sea, el Vaticano. Tal como se lo digo se lo cuento. Lo consideré, en sus momentos –oh, hubo tantos momentos enfebrecidos–, como una agresión deliberada hacia mi más que probada laicidad, cuando no como un desesperado intento cardenalicio – conchabado el cuerpo escarlata con el cuerpo variopinto de los medios de comunicación– para convertirme a la religión reinante en esta zona. ¿Qué creían, los muy arteros? ¿Que me estaba muriendo y ya estaba tan lela como muchos vivos?

Como una puede estar mayor, pero no es tonta, hice lo mismo que suelo hacer cuando, hallándome en tierras de Oriente, manchan las pantallas imanes barbudos y vociferantes: puse plasmas y plastas en estado de apagón informativo.

Pero fueron días duros, a san William Holden del Torso Inolvidable pongo por testigo. Pues, entre escalofríos y antibióticos, entre gárgaras y vahos, entre toses y mocos y un no parar de síntomas, también tuve que renunciar al habitual alivio de la prensa rosa que, presa de una ataque de Corinnas, atacaba por doquier. Es duro envejecer: cayeron los 70 como caen las piedras, formando ese muro al que te asomas con curiosidad, a ver qué queda al otro lado. Más duro resulta, sin embargo, cumplir tacos rodeada de espectáculos bobalicones y de periodistas boquiabiertos. ¿Qué hacer?

En medio de la ñoñería encontré salida: me entregué a la lectura de los dos primeros tomos de la trilogía que Hilary Mantel dedica –el tercero está aún en cocina– a Thomas Crom­well, el hombre que más hizo para que Inglaterra se separara de la Iglesia de Roma y mandara al papado a tomar por vísperas. Les juro que fue todo un antídoto sumergirse de nuevo en la apasionante y torva corte de los Tudor, apreciando cómo se modernizaba su país a golpes de sangre y de hogueras, mientras a mi alrededor todo eran piadosas y campe­chanas sonrisas pontificias, aderezadas por los dientes conejiles de Corinna jugando a Ana Bolena del borbonismo agónico.

Ahora mismo, mientras escribo, ya dada de alta del gripón, pero con una tos alérgica de pirata que impone lo suyo, la noticia del corralito de Chipre y sus consecuencias está siendo opacada por la retransmisión de la primera misa, o lo que sea eso que hacen cuando le dan al nuevo el báculo y el anillazo. Qué bajo estamos cayendo. Como si todo el país se hubiera convertido en el Valle de los Caídos: Enrique VIII no hubiera dudado ni un segundo en volarlo a cañonazos.

¿Cuál es el motivo de que escriba este artículo? ¿Cuál es el mensaje?, se preguntarán con toda la razón. Pues bien, sirva mi dolorosísima experiencia como ejemplo de que te pueden rodear, te pueden acribillar, te pueden machacar los tímpanos, pero no te pueden dañar la inteligencia ni el raciocinio ni los principios. Por consiguiente, cuando, en los más difíciles momentos de acoso y derribo, se sientan ustedes desfallecer; cuando, arrinconados, sientan que se cierran las puertas del pensamiento y que, a todos los timbres que vos apretás, responde un dominus vobiscum; cuando estén secas las pilas de todos los aparatos de radio que se les hayan autoinmolado por la propia memez de los programas… En casos así, recuérdenme.

Y sepan que siempre hay un medio de oponer feroz resistencia pasiva. Que con solo dos manitas, unos buenos cojines detrás de la cabeza y un libro, uno puede defenderse del Benigno y hacerle retroceder.

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