El respeto a la libertad de credos y hasta razones de simple cortesía suelen ser la causa de que habitualmente reciba la consideración de rasgo cultural lo que de hecho no es más que el cumplimiento de un precepto religioso. Por supuesto que todas las religiones acostumbran a informar los hábitos culturales de sus seguidores, por lo que no siempre resulta fácil separar una cosa de la otra, pero lo cierto es que cuando se habla de choque de culturas, los aspectos más conflictivos son indefectiblemente los que se hallan regidos por un imperativo religioso.
El equívoco no hace sino agravarse cuando del hecho de que todas las creencias religiosas sean igualmente respetables en la medida en que todas ellas son ajenas a la razón y, por tanto, indiscutibles, se deduce que todas las culturas son asimismo igualmente válidas. Válidas no ya en el marco natural que les es propio o del que surgieron, sino en el marco de las formas de vida de Occidente, un modo de vida que, con sus ventajas y sus muchos inconvenientes, se ha extendido ya por el mundo entero. Y eso no es así: los rasgos culturales -respondan o no a un mandato religioso- son no sólo enjuiciables, esto es, susceptibles de ser evaluados por la razón, sino también adecuables en grado muy diverso a la evolución general de las costumbres. De esa mayor o menor compatibilidad se deriva el hecho de que mientras unos persisten sin problemas en el nuevo marco ambiental, otros se modifican y otros, finalmente, terminan por perderse.
Hablar de choque cultural suele ser, así pues, un eufemismo, ya que el origen del conflicto no es sino la aplicación o exteriorización de determinadas creencias religiosas. Lo equivocado, por otra parte, es considerar que ese choque va exclusivamente ligado a la inmigración. El choque se produce ya en los países donde esas creencias son la norma, aunque el conflicto legal sólo surja en los lugares donde esa norma -como sucede en el Occidente europeo- es contraria a las leyes. En la mayor parte de los casos, además, las manifestaciones públicas de creencias religiosas no plantean ningún problema. Se trata de procesiones, fiestas, ceremonias, que hasta terminan por convertirse en atracción turística. El Año Nuevo chino, determinadas celebraciones hinduistas, la Luna Llena de Mayo de los budistas, por ejemplo, pertenecen a este tipo de festividades. Si en cambio no puede decirse lo mismo de los ritos que configuran la celebración del Ramadán en La Meca es porque los contados viajeros occidentales que en el pasado lograron presenciarlos lo hicieron poniendo en riesgo su vida, como la pondría quien aún en el presente pretendiera imitarles. Y es que, en la práctica, el único choque presuntamente cultural que puede originarse en China o en la India, en Occidente o en Arabia Saudí, es el que se deriva del contraste entre las creencias islámicas hoy más extendidas y cualquier otra clase de creencia. Un hecho que mal comprendido o tal vez mal explicado conduce a una creciente demonización de todo lo árabe o simplemente musulmán.
El fondo del problema consiste en que gran número de actos o hechos que en la mayor parte del mundo se consideran anodinos, en determinados países islámicos, de acuerdo con unas leyes de inspiración religiosa, son considerados delictivos. Y en que, a su vez, el castigo prescrito por esas leyes constituye un crimen en la mayoría de los países con otras creencias. No ya los bastonazos que pueden suponerle a una mujer mostrar un atisbo de pelo o de pie o una actitud insuficientemente recatada, correcciones de carácter preventivo propinadas en plena calle por las diversas policías religiosas, sino, sobre todo, el rigor de la sentencia -pena capital- que merece, por ejemplo, la práctica de cualquier religión que no sea la islámica. O probar el alcohol. O las prácticas homosexuales. O el adulterio. O las relaciones sexuales sin el consentimiento paterno. Decapitaciones, amputaciones, lapidaciones, azotes y hogueras que en Arabia Saudí son espectáculo no sólo público, sino también televisivo.
¿Cómo evitar el llamado choque de culturas cuando el creyente, no ya islamista, sino simplemente islámico, habituado a unas leyes acordes con su fe, se tropieza en Occidente con conductas tan ajenas a su bagaje cultural y, lo que es peor, con el hecho de que lo que en su tierra es norma es aquí delito? ¿Qué reacción cabe esperar del contraste de dos concepciones tan distintas? Sí, ya sé que hay lecturas del Corán diferentes y que son muchos los musulmanes poco partidarios de aplicar los rigores de la sharía, pero la corriente religiosa que de unos años a esta parte se extiende de forma galopante por la casi totalidad de los países islámicos es precisamente ésta, la más acorde con el espíritu de la yihad. Y eso es algo que singulariza al islam respecto a las restantes grandes religiones. Si el judaísmo es por definición algo reservado a los hijos del Pueblo Elegido, hinduismo, budismo, confucianismo y sintoísmo no han sido ni son religiones expansionistas; lo fundamental en ellas es la práctica religiosa individual, la personal relación de cada creyente con los dioses o con la nada. La religión más parecida al islam, o mejor, aquella a la que el islam más se parece, es el cristianismo, y el cristianismo ha renunciado hace ya tiempo a imponerse por la fuerza tanto a los no cristianos como a los cristianos descreídos. Los misioneros, hoy día, tienen más de miembros de una marchosa ONG que de maniáticos maestros de catecismo.
El error complementario y simétrico de esa tendencia a considerar cultural lo que es religioso lo tenemos en el empeño de tantos dirigentes espirituales islámicos en convertir sus problemas con el resto del mundo en un choque de religiones. Considerar cristianos a los occidentales no sólo no esclarece nada, sino que contribuye a enmascarar la verdadera identidad del problema. Y confunde al creyente musulmán que espera encontrar en Occidente una intransigencia religiosa equivalente, aunque de signo contrario, a la propia, tal y como sucedía en la Edad Media, lo que, contra lo que pueda parecer a primera vista, probablemente hacía más sencilla la convivencia. Pues el occidental de hoy, incluso cuando tiene creencias religiosas, se halla definido sobre todo por la sociedad laica y democrática a la que pertenece, resultado, sin duda imperfecto, de las aportaciones del Renacimiento, la Ilustración, la Revolución Francesa, las transformaciones económicas y sociales de los siglos XIX y XX, así como de la ciencia, el arte y el pensamiento de los últimos siglos. Transformaciones que las sociedades islámicas todavía no han conocido, pero que, tarde o temprano, por suerte para todos, también han de conocer. ¿Qué distinguirá entonces a un laico a secas de un laico de un país musulmán? Muy poca cosa. Sus gustos personales podrán diferir; su actitud respecto a los otros, respecto al mundo, respecto a la vida, debiera en cambio ser muy parecida