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Religiones, bioética y Estado laico

  ¿Cuándo comienza la vida?  
¿Cuándo comienza la vida?, le preguntaron a varios dirigentes religiosos. El Obispo católico contestó sin pensarlo: "desde el momento de la concepción". El Imám musulmán reflexionó por algunos segundos y dijo: "la persona humana puede ser definida en el embrión solamente hasta el día número 100 del embarazo". El rabino judío señaló: "Así como en la muerte, también hay un proceso en la aparición de la vida, distintas fases en la gestación de un ser. Según la Biblia y la interpretación la persona no tiene identidad como tal, diferenciada de la madre en el momento de la concepción, sino en el alumbramiento". Finalmente, se le hace la pregunta a un viejo profesor de Filosofía y éste, después de una sesuda reflexión afirma: "la vida comienza cuando los hijos se van y el perro se muere".

El chiste puede parecer hasta irrespetuoso pero muestra muy bien cómo acerca de la vida, puede haber muchas concepciones. La semana pasada participé en un "Seminario Hispanoamericano de Bioética", organizado por el Colegio de Bioética, la Universidad de Nuevo León y el Observatorio de Bioética y Derecho de Barcelona.

Allí traté de establecer una sola idea: en las discusiones sobre bioética y religión, lo primero que tenemos que tomar en cuenta es que ninguna religión es monolítica y que por lo tanto, la pluralidad de creencias debe ser la base para la toma de decisiones.

En América Latina, sin embargo, la histórica hegemonía católica ha distorsionado nuestra perspectiva del papel de las religiones en los debates sobre bioética.

Por un lado, no existe en términos generales la noción de que puede haber diversas posturas respecto a estos temas provenientes de un mercado religioso plural y, por el otro, dada la estructura piramidal y jerárquica de la propia Iglesia católica, tampoco hay mucha conciencia entre la gente de que la diversidad de opiniones dentro de una misma religión es más bien la regla y no la excepción.

De hecho, una mirada rápida a las principales religiones del mundo nos muestra que el modelo católico de gobierno es más bien un vestigio del pasado, con crecientes dificultades para enfrentar los retos que el mundo moderno le plantea. No existe nada similar al poder pontifical en las otras religiones.

De hecho, ni el Islam ni el judaísmo se asumen como religiones que giran alrededor de modelos eclesiales o clericales. Mucho menos con una sola cabeza, incuestionada e incuestionable por sus propios hermanos de fe. El budismo tibetano, que también tiene una dirigencia, es sólo una expresión de los muchos budismos en diversas partes del mundo, así como lo es el shiísmo con fuerte implantación en Irán e Iraq. Los cristianismos ortodoxo, protestante y evangélico no conocen tampoco una sola cabeza ni un poder centralizador.

A pesar de todo, en el marco latinoamericano no se asume que la diversidad de opiniones religiosas es natural y común. Por el contrario, existe la tendencia a pensar lo religioso como una unidad doctrinal y teológica. En dicho contexto, la aparición de una bioética laica enfrenta una dificultad central: la de generar un espacio de decisiones que responda al interés público, independientemente de las creencias personales de cada quien, enfrentando por un lado las presiones de las dirigencias religiosas que desean moldear las legislaciones y políticas públicas y, por el otro, una cultura que no se asume como religiosa pero que de hecho permea las prácticas cotidianas y decisiones políticas de muchos sectores de la sociedad.

Así por ejemplo el Senado de la República puede hacer una reforma a las leyes con el objeto de eliminar el encarnizamiento terapéutico, pero es incapaz de permitir la eutanasia, para que el enfermo terminal pueda decidir en conciencia si quiere morir y las instituciones públicas lo ayuden para hacerlo sin dolor.

La diferencia entre una y otra reforma es que el Senado todavía no puede concebir una ley laica que no dependa de la creencia religiosa de que el único que puede dar y quitar la vida es Dios. Lo más grave es que el Senado, dominado por el PAN, ese partido que se sigue oponiendo a la laicidad del Estado a través de la reforma al Artículo 40, ni siquiera se cuestiona sobre este asunto. Los únicos que tienen derecho son los enfermos terminales que son creyentes; los agnósticos y ateos no pueden morir como lo desean.

La generación de una ética laica supone en consecuencia un aprendizaje acerca de la importancia del Estado laico para la convivencia en la pluralidad de opiniones y la diversidad de posiciones.

El punto central en esta enseñanza es la necesidad de la defensa de la libertad de conciencia y el respeto de las minorías, para lo cual se requiere una autonomía de lo político frente a lo religioso. De esa manera, la laicidad no aparece como un contrapunto de las religiones en su interacción con la bioética, sino por el contrario como la característica esencial para la resolución de dilemas que conciernen a todos, creyentes en toda su diversidad y no creyentes, interesados todos en la definición de un interés público compatible con las mayores libertades posibles. Pero a nuestros políticos les sigue faltando mucha claridad al respecto. No nos queda más que la información y la paciencia.

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