Uno de esos personajes cuyas declaraciones suelen ser paradigma de fundamentalismo e irracionalidad es el obispo Munilla
Sé que no es momento de tratar tan escabroso asunto. El sol del verano y las vacaciones nos invitan a disfrutar de la alegría de la luz y del solaz estival, y a evadirnos de esos asuntos macabros que quedan muy alejados de todas las cosas buenas, gratas y deseables de la vida. Pero algunos personajes pretenden no dejar descansar a nuestras neuronas, y en pleno cénit del solsticio de verano vuelven a difundir disparates que nos hacen cuestionarnos si estamos realmente en el siglo XXI, o si, por el contrario, estamos aún anclados en las negras brumas del medievo.
Uno de esos personajes, cuyas declaraciones suelen ser paradigma de fundamentalismo e irracionalidad, es Munilla, el obispo de San Sebastián, quien suele soltar unas perlas dialécticas propias, como decía, del oscurantismo medieval. Y es que religión, se mire por donde se mire, no es realmente espiritualidad, sino política, en el punto del espectro más integrista y opuesto al progreso. Rechaza Munilla el aborto aun en los casos de violación, ha mostrado su feroz misoginia y cosificación de la mujer al declarar que “a las mujeres les da por la actividad o por la limpieza”, ha instado al rechazo del control de natalidad, muestra su homofobia al declarar que la homosexualidad es una enfermendad que se puede curar; muestra ser ¿cómo no? un gran experto en la manipulación de las ideas, de los conceptos y, por tanto, de las conciencias, cuando habla de lo que llama “fundamentalismo laicista” de los alcaldes que respetan la independencia de los asuntos políticos respecto de los confesionales.
Hace escasos días arremetía contra el derecho femenino al aborto alegando que “no es el símbolo de una sociedad progresista”. Como si él supiera lo que es y de qué va el progreso. Quizás es que anhele una sociedad en la que, como en tiempos teocráticos pasados, y secuestrados por la moral inmoral que defiende el ideario fundamentalista que profesa, las mujeres se vieran relegadas en exclusividad a su papel de madres y amas de cría. Y poco después de leer estas últimas declaraciones obispales me volví a encontrar con una referencia a un artículo de la psicóloga norteamericana Francine Russo quien, en la revista Time el 28 de marzo de 2013 hacía referencia, en base a sus investigaciones, a la relación estrecha entre religión y enfermedad mental.
Y es que psicólogos y psiquiatras de todas las latitudes llevan tiempo comprobando que los adeptos acérrimos a la religión son verdaderos enfermos mentales, que adolecen de unos trastornos emocionales, intelectuales y afectivos, en un amplio abanico de intensidades dependiendo del grado de adhesión y de fundamentalismo, que se corresponden perfectamente a los síntomas de cualquier sociopatía. Es más, algunos defienden con rotundidad que la adhesión a religiones es una sociopatía más, equiparable a las que padece, por ejemplo, cualquier adepto a cualquier secta destructiva. Sirva como ejemplo el trastorno denominado en la jerga psiquiátrica como “síndrome disociativo atípico”, propio de sectarios y, con toda probabilidad, de muchos curas, monjas y adeptos intensivos a cualquier grupo religioso, y más si son grupos integristas y sectarios.
En este país, lógicamente debido al intenso y secular adoctrinamiento religioso, este asunto está vetado y sonará a chino a la mayor parte de los españoles. Pero es lo que hay. Y no hay que tener título de psiquiatra para percibirlo y entenderlo, porque es algo que salta a la vista, y que no responde a otra cosa que a la más simple lógica. El integrismo y el fanatismo generan pertubación, y la represión genera alienación y depravación, sin entrar a considerar el idiotismo crónico. Lo hemos sufrido todos los españoles en los últimos años, al estar en manos de políticos del PP adeptos fanáticos a la sinrazón religiosa, sinrazón cuyos perjuicios van mucho más allá del arribismo y de los intereses personales o corporativos que suelen existir en medio de esos fanatismos, porque finalmente el dinero y el poder están detrás de todo.
Cualquier psiquiatra o psicólogo que haya estudiado la sociopatía que es el sectarismo, o adicción a sectas, conoce muy bien la estrecha relación entre religiosidad y trastorno mental. Hay, por supuesto, grados en la insania mental, intelectual o emocional. No es lo mismo un simpatizante que apenas cumple los ritos que un adepto a full times. Pero es incuestionable que la irracionalidad, el fanatismo, la renuncia a la razón, al criticismo y a la libertad, los sentimientos de culpa, el miedo visceral, la sumisión a dogmas revelados, es decir, falsos o indemostrables, la pleitesía a la superstición y al pensamiento mágico-religioso, el sometimiento ideológico que imponen las religiones acaban produciendo no sólo limitaciones y trastornos emocionales, sino verdaderos trastornos mentales, exactamente los mismos que los que padece cualquier adepto a cualquier secta destructiva. Al ver a un cura o a una monja, por ejemplo, los psicólogos expertos en sectas no ven a una persona espiritual, sino, técnicamente a un enfermo de sectarismo. No lo digo yo, lo demuestran numerosas investigaciones en base a realidades que sí se pueden demostrar. Un motivo más para defender a ultranza el laicismo, y la asepsia confesional de los gestores públicos, que en este país suelen estar sometidos a la tiranía de las creencias impuestas. En lo personal, por supuesto, que cada quién crea en lo que quiera.
Decía el eminente psiquiatra Erich Fromm que “el acto de desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón”. Porque, como a su vez dejó escrito el filósofo y periodista Walter Lippmann, “donde todos piensan igual, en realidad nadie piensa”.
Coral Bravo es Doctora en Filología