¿Son los dioses invenciones humanas o somos los humanos invenciones divinas? Posiblemente, para algunas personas estas preguntas constituyan un problema irresoluble, una aporía.
Evémero de Mesena, en el siglo III A. de C., sostenía que los dioses no eran sino hombres, posteriormente divinizados por su sabiduría y poder. Algo que bien pudiera suceder, en un futuro lejano, con Einstein, Lincoln, C. Ronaldo o los Beatles, por nombrar solo algunos. Quienes lo duden, que reserven billete –abierto- de vuelta al planeta y lo podrán constatar.
Por tanto, y siguiendo este pensamiento, se puede sostener que la divinidad –igual que la realeza- son invenciones humanas. Parece algo bastante lógico y simple a la vez. Todo el andamiaje levantado sobre estas cuestiones lo ha sido con una finalidad clara: vasallaje y pleitesía; es decir, hacer del hombre un ser minúsculo, desvalido y culpable de sus miserias; inocularle el temor a una condenación eterna –en este mundo y en el otro- si no se humilla y rinde culto; culto al dios y al césar.
Mediante este ardid se han ideado, alimentado y defendido a ultranza una serie de creencias –dictaduras religiosas- con la finalidad de mantener a la manada en actitud sumisa y temerosa. Un sistema desgarrador, que de viejo se ha enquistado y del que muchos ni siquiera sospechan la perfidia y el engaño; incluso lo defienden hasta inmolar e inmolarse. Esa actitud sumisa se ha trasladado a todos los órdenes de la vida. Y gran parte de la humanidad se mueve en callejones sombríos siguiendo la trayectoria que unas avispadas mentes le señalan. Y todavía peor, esa sumisión enquistada le colma de felicidad. Esos profetas de verbo untuoso y actitudes falseadas son los guías que rigen sus vidas; sin ellos no hay objetivos ni respuestas.
Nos han hecho creer en la divinidad. Y tanto es el temor que muchos no piensan, solo obedecen. No hemos sido creados para razonar, solo para la alabanza y la gratitud al dador de la vida y a sus delegados terrenales. Esa es la publicidad secular, el sibilino mensaje.
Podemos sostener que la humanidad, en este sentido, ha sido –y lo seguirá siendo- cruelmente manipulada. Y se ha llegado al tormento – a la muerte- por defender utopías. Pero si el hombre avanza en los campos tecnológicos, no puede ni debe encogerse, ni someterse, a los poderes religiosos, subyugadores; nada liberadores. Hay que dejar los miedos atávicos y salir de la caverna; contemplar el horizonte, razonar sin trabas; equivocarse.
No es entendible –nunca debió serlo- que en la etapa evolutiva donde nos encontramos, las religiones puedan maniatar y dominar la mente humana. ¡Libertad! ¿Dónde está? En el Leviatán, Thomas Hobbes dice que la libertad es la ausencia de oposición. Pero, precisamente, las religiones imponen y, por otra parte, impiden que la inteligencia vuele. Hay que llegar a la creencia, quien lo precise, libremente. Y también hay que apostatar, libremente. Y vivir, también, en la ausencia de los dioses. No todos los inventos sirven para todos; ni siquiera del mismo modo.
Quien necesite de dioses para ordenar su vida que los busque. ¿Dónde? En su interior. Los que puedan vivir sin el auxilio divino, que lo hagan; sin amenazas ni exclusiones. Si asumimos que las creencias son cuestiones de índole personal, no se deben imponer.
Afirmaba Manuel Azaña (octubre, 1931), en su discurso ante la Cámara constituyente: "El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino". En consecuencia, las religiones se viven desde la interioridad y sus efectos saludables se irradian hacia el exterior, hacia los demás. Ninguna religión tiene potestad sobre las otras. Aunque la realidad nos dice lo contrario, que luchan por el dominio, la hegemonía. Los creyentes fanáticos e integristas persiguen a los renegados y matan a los opositores… Es una guerra secular de dioses azuzando a sus leales criaturas. Las estampas de la Ilíada no quedan tan lejanas. Y es que el hombre ha inventado unos dioses demasiados humanizados, escasamente imaginativos y perpetuadores de los avatares terrenales.
En consecuencia, los estados no están legitimados para imponer la enseñanza de la religión en las aulas. ¿Por qué se empeñan los jerarcas eclesiásticos –católicos, en este caso- de que sea así? Precisamente, para no renunciar a su privilegiado estatus secular –a que se les pueda malograr el invento-; hay temor palpable de que las ovejas se descarríen, descubran las trampas; que sean tentadas por otros pastos, otras fuentes. ¿Por qué algunos políticos se doblegan a los poderes "espirituales"? Porque no se han liberado de esos temores atávicos y lo que es peor, quieren imponerlos a los demás. La llamada ley Wert –Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE)- es un magnífico ejemplo de autarquía, que revive un pasado, para muchos, ignominioso. Es un embarazo no deseado que terminará en aborto, si se me permite la comparación. Algunos parecen aguardar ansiosos la recolocación del crucificado en la pared del aula; y quién sabe si el retrato del anodino y frío dictador.
¿Qué es la SANTA Sede? ¿Por qué su poder? ¿Qué es eso de los concordatos? ¿Para qué? Algo excluyente, cuando menos; aunque para algunos constituya un dogma de fe y una tradición inamovible. Durante la segunda república se derogaron los acuerdos del Estado con la iglesia católica. Manuel Azaña, en el discurso citado, decía: "España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español". Aún seguimos esperando esa adecuación. El franquismo dio marcha atrás, se nutrió de religiosidad y la inyectó en una sociedad doblemente asustada. ¿Por qué, tras la constitución de 1978, se firmó un nuevo acuerdo con la iglesia? ¿Qué dice la Constitución, en su artículo 16? ¿Qué es un estado laico? Que los poderes públicos "…tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones", no otorga más derechos a unas creencias que a otras. Y el artículo 27.3, del referido texto, tampoco dice que la religión deba enseñarse en las escuelas. Las cosas son más sencillas; pero algunos se empeñan en complicarlas.
Así, pues, la religión debe salir de las aulas. Posiblemente, nunca debió entrar. Aquellos que deseen ser catequizados o instruidos en un credo (católico, anabaptista, judaico, presbiteriano, cuáquero, islámico…) que acudan a los lugares adecuados (sinagogas, mezquitas, parroquias, salones…) y ante los ministros competentes. El estado no debe imponer el estudio de la religión en las aulas, de ninguna; tampoco, sustituirla por otra asignatura alternativa, en su caso. Con rigor, se podría implantar el conocimiento de la historia de las religiones -de todas-, como una faceta más de la historia de las civilizaciones; conocer esa secular inquietud humana, sin duda, podría ser enriquecedor.
Empeñarse en lo contrario es retroceder, imponer. Nadie que estime la libertad está en contra de las religiones, pero ceñidas al ámbito personal. El país de pandereta debe ser superado. Las procesiones y romerías llevando a cristos, vírgenes y santos en volandas, revisten gran cromatismo y también marcado interés turístico. Esas estampas costumbristas que aún jalonan nuestra España son muestras anacrónicas de sentimientos controvertidos: festivos y religiosos. Pero sabido es que no por llevarlos en procesión – e imponerlos en las aulas- se es más creyente y, sobre todo, mejor persona.