El debate sobre la religión en las aulas está adquiriendo unas dimensiones preocupantes. Se debería reconducir a qué entendemos por enseñanza religiosa en las escuelas.
Es decir, deberíamos centrar el debate en si el objetivo es introducir una materia que podríamos denominar cultura de las religiones o cultura religiosa o si por el contrario deseamos convertir la enseñanza religiosa en la escuela en un patrimonio de las confesiones. Es decir, deberíamos escoger entre aquella imagen donde Maria, Isaac y Mohamed comparten una misma asignatura con una misma profesora y en una misma aula o si cuando llega la hora de la clase de religión cada uno va a un aula distinta para aprender las particularidades de las confesiones de las respectivas familias. La primera es una imagen estimulante para la convivencia y enormemente rica desde la vertiente cultural. La segunda es la consagración de las diferencias por motivos religiosos.
La familia tiene derecho a una enseñanza religiosa para sus hijos en el marco escolar. Pero este derecho no es ilimitado. Todos los derechos tienen un límite. En este caso el límite es evitar que la religión deje de ser un escenario de crecimiento personal, de educación en valores universales de respeto a las personas y en fomento de la cohesión social en un marco de diversidad, para convertirse en un instigador de las diferencias. Maria, Isaac y Mohamed deberían en la escuela tener la oportunidad de aprender a compartir y a descubrir todo aquello que los une, también en materia religiosa.