Toda religión se mueve en lo que parece ser una contradicción permanente. Sus creencias responden a una verdad revelada y, como tal, son inmutables. Sus principios, en consecuencia, tendrían que aplicarse íntegramente en todo tiempo y lugar.
Ocurre, sin embargo, que las sociedades, aun las más religiosas, cambian porque lo hacen sus ideas, sus instituciones, su acervo científico, sus leyes, su vida material. Esos cambios, al menos los registrados en tiempos modernos, no suelen guiarse por criterios religiosos.
Ante ello, una religión tiene dos opciones. O se aferra a su dogma y se aleja así de la sociedad convirtiéndose en una secta minoritaria, tal los amish norteamericanos, que no aceptan el automóvil, o los testigos de Jehová, que rechazan las transfusiones de sangre, o bien adapta sus principios a la realidad.
El cristianismo es probablemente, entre las grandes religiones, la que ha demostrado mayor capacidad de adaptación. Si no fuera así, no se explicaría su vinculación al poder, con el que estuvo tan unido en Occidente durante 15 siglos, con una enorme influencia en toda la vida social, política y económica de los países cristianos hasta la Edad Contemporánea. Un influjo que sin duda fue benéfico en su conjunto, al suavizar los rasgos más crueles y violentos de una sociedad que en muchos aspectos resultaba despiadada, sobre todo para el pueblo llano.
Pero esa alianza con quienes gobernaban también condicionó a la religión, que ya no pudo exigir a los poderes públicos el cumplimiento estricto de su doctrina. Son muchos los ejemplos de adaptación que cabe citar. Muy pronto el cristianismo tuvo que aceptar en su seno a los ricos, sin obligarlos a dejar de serlo, pese a las tajantes palabras del Evangelio de que es más fácil el pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de los cielos (San Mateo, 19.24, y San Marcos, 10.25). Si el mensaje evangélico se hubiera aplicado al pie de la letra, hubiera hecho incompatible al cristianismo con cualquier progreso económico, que exige, claro es, la creación de riqueza, lo que difícilmente se logrará sin que existan ricos. Todavía en el siglo XIII San Alberto Magno predicará, con escasas consecuencias prácticas, que todo rico es injusto o heredero de injusto.
También tuvo que aceptar el cristianismo casi en sus primeros tiempos un hecho tan poco cristiano como la esclavitud. De no haberlo hecho, no se habría convertido en la religión oficial del Imperio romano, uno de cuyos pilares era la servidumbre forzosa de millones de personas. Una aceptación que duró lo que duró esa bárbara institución. En el siglo XVI, Vázquez de Menchaca, uno de los teólogos españoles en el Concilio de Trento, diría que había que resignarse ante la esclavitud, pues peor sería que los vencedores exterminasen a los vencidos. Una teoría del mal menor, por cierto, que quizá cabría aplicar hoy en día a procederes, como el aborto, menos inicuos que la esclavitud.
En cuanto a la guerra, otra institución tan extendida como anticristiana, se santificó aquella contra el infiel, lo que contribuyó a alentar la expansión ultramarina de los europeos desde el siglo XV, en la que se aunaba, como dice Colón en su diario, una poco evangélica sed de oro con la predicación de la Verdadera Fe. También el catolicismo justificó la guerra contra el hereje, con lo que desde el final de la Edad Media las guerras entre cristianos fueron una constante de la historia europea. Todavía en el siglo XX, la absurda Primera Guerra Mundial fue bendecida por las respectivas Iglesias nacionales de los países enfrentados. Y no hace falta recordar que hasta hubo guerras civiles, las menos cristianas, si cabe, de todas las guerras, que se consideraron cruzadas. Fue la desaparición de los conflictos bélicos en Occidente lo que hizo defender tan encomiablemente ideas de paz al catolicismo, en una adecuación más a los cambios históricos.
Otro caso notable de adaptación fue el de la usura. Con este nombre actualmente se denomina el hecho de que un prestamista exija al prestatario intereses excesivos, pero antaño designó el cobro de cualquier interés, alto o bajo, en un préstamo o crédito. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la Iglesia católica sostuvo que ese cobro era pecado muy grave, pues pecunia pecuniam parere non potest ("el dinero no puede crear dinero") y fenus pecuniae, funus animae ("el interés del dinero es la muerte del alma"). Tal condena, claro es, resultaba de todo punto incompatible con una economía moderna. Calvino, cuya doctrina supuso una gran adecuación al capitalismo incipiente, fue el primero en aprobar el pago de intereses.
Entre los católicos, los escolásticos españoles hicieron muchas disquisiciones, unas bien razonadas, otras disparatadas, para aunar ley divina, derecho natural y realidades económicas, que fueron las que acabaron imponiéndose. Hoy sería inaudito que un banquero católico consultara a su confesor si puede cobrar tales o cuales intereses. No lo sería, sin embargo, para un banquero musulmán, ya que el islamismo, con su menor capacidad de adaptación, sigue condenando el pago o el cobro de intereses. No todos los musulmanes cumplen esa norma, pero sí los suficientes para que recientemente se haya creado en Gran Bretaña un banco islámico, que funcionará, curiosa y difícilmente, respetando ese precepto religioso.
Sobre los dineros de la Iglesia católica española, el asunto ya se planteó en el siglo XIX con más acritud que ahora y también hubo una inevitable adaptación. La Iglesia se opuso frontalmente a la expropiación de sus inmensas propiedades cuando la desamortización. La existencia de las llamadas manos muertas, que podían recibir en donación tierras pero no venderlas, estaba reñida con la economía de mercado, y la Iglesia, aunque llegó a excomulgar en un primer momento a quienes compraran tierras que, en una privatización pionera, habían sido nacionalizadas para luego venderse a particulares, acabó aceptando el nuevo estado de cosas y levantando la excomunión, tal vez porque ésta no surtió efecto en los compradores, casi todos ellos nobles y burgueses acomodados, a pesar de que fueran personas en las que cabía presumir sólidas creencias religiosas.
La historia muestra así dos cosas que a primera vista parecen contradictorias, pero que,bien mirado, son consecuencia lógica una de otra. Por un lado, la gran influencia del cristianismo en la historia de España; por el otro, su adaptación a los cambios que ha ido registrando el país. Sin embargo, tal adaptación puede ser a veces trabajosa y llevar tiempo. Y es que desde el postulado de que su verdad es única e indiscutible, toda religión se ve en ocasiones tentada a recriminar a la sociedad en la que está implantada que no cumpla cabalmente todos sus preceptos, corriendo así el riesgo de caer en el integrismo. Baste recordar el fundamentalismo vigente hoy en algunos países musulmanes.
También en España hubo integrismo. El vocablo mismo es una aportación española. A finales del siglo XIX se fundó en nuestro país el Partido Católico Nacional e Integrista, que pretendía aplicar íntegramente la doctrina católica a la vida política y social. Duró hasta 1936 y, aunque minoritario, influyó en el franquismo, pues integrismo y fundamentalismo eran aquellos dislates de fuerte contenido religioso de por el imperio hacia Dios o España, reserva moral de Occidente.
En honor de la verdad hay que decir que luego la jerarquía católica aceptó sin renuencia la democracia y la aconfesionalidad del Estado proclamada en el artículo 16 de la Constitución de 1978. Y es que en España sólo hubo integrismo religioso cuando hubo fundamentalismo político.
Por eso sorprende que hoy se oigan voces autorizadas de la Iglesia que critican ásperamente al Gobierno y a la sociedad por apartarse de la religión. No obstante, si atendemos a la historia, hay que pensar que esas descalificaciones y los enfrentamientos consiguientes serán pasajeros. A decir verdad, no parece posible que la Iglesia española, cuyos vituperios recientes la singularizan entre los países católicos, vaya a vivir en pelea continua con los gobernantes de turno, a poco de izquierdas que sean, ni con una mayoría de gobernados, por cuestiones que como la contracepción, el divorcio o el reconocimiento de la homosexualidad, centenares de millones de personas de todo el mundo consideran logros irreversibles del progreso. Nunca la Iglesia en España practicó ese enfrentamiento de forma duradera y no es verosímil que lo vaya a hacer ahora.
Tal vez, en aras de la convivencia, habría que pedir a los obispos que, a la hora de lanzar condenas contra comportamientos o leyes, tengan más presente la propia historia de la institución que dirigen, una institución vieja de siglos y sabia de experiencias.