Para la derecha, sacar sus restos de la Macarena sería admitir por la vía de los hechos que Sevilla le otorgó durante decenios unos honores que nunca mereció
No es lo mismo hacer una contribución a la memoria que hacer una contribución a la verdad. Los historiadores demasiado atentos a recuperar la memoria histórica caen fácilmente en la tentación de desfigurar la historia para enaltecer la memoria, del mismo modo que los historiadores que militan contra la recuperación de dicha memoria histórica suelen caer en la misma tentación de desvirtuar la historia pero en su caso para socavar la memoria. Quienes nunca caen en tal tentación son, obviamente, los historiadores que hacen bien su trabajo. En general, el problema principal que tenemos como país no tiene que ver, o no en primer lugar, con la memoria sino lisa y llanamente con la verdad.
Lo llamativo es que tanta gente se comporte como si aquí no hubiera decenas de miles de concciudadanos enterrados irregularmente, como si no hubiera habido robo de niños, como si la pederastia eclesiástica hubiera sido un problema de los curas norteamericanos, alemanes o irlandeses, pero no de los españoles. Actuamos como si entre nosotros no hubiera habido campos de concentración. O grandes familias y empresas que se beneficiaron del trabajo esclavo de los presos republicanos.
La memoria de España está atascada en la derecha. No normalizaremos nunca del todo nuestra relación con el pasado –ni, por tanto, con el presente y el futuro– mientras la derecha española no admita, por ejemplo, que Gonzalo Queipo de Llano fue un militar golpista de una ferocidad inusitada que hoy habría sido juzgado como criminal de guerra, un tipo en cuyo vocabulario jamás figuraron las palabras ‘paz, piedad, perdón’ que Azaña pronunció con conmovedora sinceridad autocrítica en aquel memorable discurso de 1938 en Barcelona.
Sobran ejemplos. En julio de 2016 el Ayuntamiento de Sevilla aprobaba una moción promovida por Izquierda Unida reclamando que los restos del general golpista fueran exhumados de la basílica de la Macarena, donde reposan en “una clara ofensa para los familiares de las víctimas del franquismo y para los demócratas”. La moción salió adelante, pero el PP la rechazó, y eso que su portavoz Gregorio Serrano admitió esto: “Cualquiera que lea la biografía de Queipo de Llano no puede más que repudiarlo. Traicionó a su rey, a la República y al propio Franco”. ¿Entonces? Entonces nada, ya que, argumentaba el edil popular, “nosotros no somos nadie como Ayuntamiento para mostrar nuestro rechazo a lo que diga su Hermandad y su familia, que quieren que esté allí, igual que hay multitud de familias que tienen a sus familias en fosas comunes y que están deseando poder enterrarlos con dignidad”.
Honraban a Serrano aquellas palabras, que no todos, en realidad muy pocos, de sus compañeros de partido serían capaces de pronunciar en público ni, ay, en privado, pero el hecho de que se quitara de encima la patata caliente arrojándola al ámbito privado, fuera éste el de la familia del militar africanista o fuera el de la Hermandad de la Macarena, es indicativo de que hasta la derecha más templada sigue interpretando las iniciativas memorialistas de la izquierda como una derrota propia, y no como un acto compartido de reparación y justicia, es decir, como un acto de ‘paz, piedad y perdón’.
Pero el problema no reside únicamente en la derecha. El frágil universo de la memoria histórica está a su vez contaminado por la insistencia contumaz de no pocos activistas en utilizar la bandera de la reparación para golpear con su mástil en la cabeza del Partido Popular: el memorialismo se da un gusto al cuerpo haciendo tal cosa, pero cada vez que lo hace se aleja un poco más del objetivo que dice perseguir. A estas alturas y tras tanto fracaso, todos deberíamos saber esto: no habrá restauración verdadera e integral de la memoria ni del honor de las víctimas de Franco mientras la derecha no se avenga leal y sinceramente a ello. La memoria recuperada lo será por todos o no lo será. La reparación será compartida o no será.
La izquierda tiene que idear nuevas estrategias para incorporar a la derecha a las políticas de recuperación de la memoria y reparación de las víctimas. Lo tiene que hacer porque si ella no lo hace, la derecha no lo hará nunca. Hoy, todavía, cuando la derecha oye expresión ‘memoria histórica’ se lo toma como una ofensa, una agresión, una petición de cuentas: para el PP, es como si el propio universo político y semántico de la memoria democrática fuera una suerte de prolongación simbólica, artificial y maliciosa de la Guerra Civil con la que los perdedores quisieran robarles la victoria del 39.
Por eso no quieren tocar los restos de Queipo: no por respeto a su familia ni a la Hermandad de la que fue ilustre cofrade, sino por temor a la verdad. Sacar sus restos de la Macarena equivaldría a poner al feroz militar africanista en su sitio, sería admitir por la vía de los hechos que Sevilla le otorgó durante decenios unos honores que nunca mereció. Sería, en fin, empezar a andar el camino de la condena y la deslegitimación del golpe de Estado del 36 que una gran parte de los votantes del PP sigue considerando no ya justificado, sino justo.
Mientras desde la derecha española se sigan rechazando, cuando no despreciando con mofas, los movimientos de recuperación y dignificación de los restos de las víctimas, mientras no se compadezcan de esas víctimas el país no habrá resuelto sus problemas con el pasado, que son unos problemas que llegan hasta el presente.
Mientras llega esa reconciliación última consistente en compartir el pasado, lo único que nos queda es ir sabiendo la verdad, contribuyendo a ese trabajo de Antígona que todavía tenemos pendiente como país y que no es otro que enterrar debidamente a unos muertos cuyo sordo e incesante clamor sigue ahí, entre nosotros, como un rumor interminable que no cesará hasta que sea debidamente escuchado.