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Proteger la eutanasia

Las disparidades entre las comunidades en la aplicación de la ley revelan reticencias injustificables en algunas de ellas

La ausencia de percances relevantes en la aplicación de la ley de eutanasia en España durante su primer año de vigencia demuestra que la norma está bien diseñada y cumple los propósitos para los que fue creada: permitir que personas que sufren una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante puedan recibir ayuda médica para morir en condiciones seguras y dignas. A la espera de que el Ministerio de Sanidad facilite la cifra oficial total, al menos 172 personas, según un recuento de este diario (que no incluye datos de Asturias ni de La Rioja), han podido recibir la prestación médica después de haberla solicitado de acuerdo con los requisitos de la ley en una decisión libre e informada.

Lo que no ha funcionado tan bien es el despliegue de la ley en algunas comunidades autónomas y de eso son responsables las administraciones encargadas de su desarrollo. Con su actitud poco diligente o abiertamente remisa, han privado a muchas personas de poder ejercer su derecho a poner fin a una vida de sufrimiento sin demoras innecesarias y sin trabas burocráticas. La eutanasia es una prestación sanitaria legalmente reconocida desde el 25 de junio de 2021, y las autoridades sanitarias están obligadas a dar cumplimiento a la norma de forma diligente. Las grandes diferencias en el número de eutanasias practicadas en las diferentes comunidades autónomas exceden con mucho los márgenes de variabilidad esperables y solo pueden ser atribuidas a factores organizativos o intentos deliberados de dificultar la aplicación de la ley.

Cataluña es la comunidad que tanto las asociaciones por el derecho a una muerte digna como los expertos en bioética señalan como la más avanzada en la aplicación de la normativa. Ha realizado 60 eutanasias, el triple que las practicadas en Madrid, 19 en total, que apenas tiene un 13% de población menos. Y casi seis veces más que Andalucía, en la que solo 11 personas se han podido acoger a la ley, cuando tiene casi un millón de habitantes más que Cataluña. El País Vasco, con poco más de dos millones de habitantes, ha practicado 25. No es comprensible que Madrid y Andalucía, dos comunidades gobernadas por el PP, tengan unas cifras tan bajas.

Buena parte de la desigual aplicación de la ley se debe al retraso en la creación de la Comisión de Garantía y Control que debe aprobar cada uno de los casos. Esta comisión es una garantía adicional prevista en la legislación española, a diferencia de otros países con larga tradición en la aplicación de la eutanasia, como Bélgica o Países Bajos, en los que el mecanismo de control es posterior a la prestación. La composición de esta comisión y la forma de organizar la eutanasia y el derecho a la objeción de conciencia por parte de los profesionales sanitarios puede facilitar o dificultar la aplicación de la ley. En el caso de Andalucía, se tardó más de cinco meses en constituir la comisión, y aun después de constituirse hay enfermos que han tenido que esperar varios meses más por trabas organizativas del todo injustificables, ya que no debería retrasarse más de 45 días.

Son deficiencias que deben subsanarse. No es aceptable que un derecho que la ley reconoce a todos los españoles pueda depender del color político de la Administración de la que dependen. La aplicación de la ley en las comunidades donde mejor ha funcionado revela la importancia de que los profesionales sanitarios reciban formación y soporte institucional para una prestación que nunca es fácil, dada la fuerte carga emocional que implica.

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