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Prohibir libros, cerrar armarios

«Una de las cuestiones que se tiene clara en el terreno educativo es el modelaje: aprendemos porque reproducimos. Por eso es vital que en nuestras bibliotecas, en los libros de texto y en las paredes de las aulas haya representaciones de lo distintas que somos», reflexiona la autora. 

Quieren convertir la escuela en un armario gigante. Lo hacen con el pin parental, el ruido en las redes y la presión de la Fundación de Abogados Cristianos en los institutos. El viernes por la mañana una jueza de Castellón obligó al Ayuntamiento a retirar de las bibliotecas escolares de los centros docentes de la ciudad los 32 libros con perspectiva LGTBIQ+ que había repartido un par de días antes. Esa misma noche, tres señores con pseudónimo de mujer salían de su armario para recoger un premio millonario. Por la mañana se prohíben libros. Por la noche se confunden literatura y publicidad y aquí no ha pasado nada. 

Pero sí que pasa. Cinco días a la semana las personas menores de edad están entre siete y ocho horas sentadas en un pupitre que algunos están intentando hacer cada vez más y más pequeño. Con media hora para un patio que ellos siguen ocupando con el fútbol, en la mayoría de los casos, mientras ellas dan vueltas alrededor de las canchas con cuidado de no recibir balonazos. También hay quien hasta hace poco no quería salir. Su margen no eran solo los límites de las pistas dibujados en el suelo, sino las miradas del resto, las palabras del resto, el acoso del resto, la indiferencia del resto. Personas para las que hay docentes preparando materiales, clases y talleres, intentando que el respeto y la alegría no sean solo patrimonio de fundaciones de bancos y tazas de misterwonderful. 

Cuando se camina hacia atrás se retrocede y cuando se deja pasar tiempo hasta echar a andar se llega tarde. Esto que sabe cualquiera preocupa a quienes quieren construir la escuela como lugar seguro y asisten incrédulas e indignadas a la imposición del silencio y la violencia de la caverna. Porque no es otra cosa. Que la educación puede cambiar el mundo lo conoce también quien la maltrata. Por eso llevan tiempo haciéndose las víctimas, cuestionando derechos humanos, equiparando lo democrático a sus caprichos y la participación de las familias en la educación al control sobre lo que se enseña a sus hijos e hijas.

“Por eso odio las vocales. Porque lo cambian todo”, decía Dylan, el personaje del adolescente trans de la obra #Malditos16, de Nando López. Nuestro problema son a veces también las letras y, además, mientras a algunos académicos de la RAE les asusta muchísimo la E de nosotres, contemplamos cómo el miedo no es solo una polémica de Twitter y lo que se cancelan no son columnas, son derechos democráticos. Nuestro problema no son solo las vocales, sino lo que simbolizan, es la representación. Una de las cuestiones que se tiene clara en el terreno educativo es el modelaje: aprendemos porque reproducimos. Por eso es vital que en nuestras bibliotecas, en los libros de texto y en las paredes de las aulas haya representaciones de lo distintas que somos. 

Una de las demandas feministas es ocupar el espacio público, desde las aceras hasta las estanterías de las bibliotecas de los institutos. Perder el miedo a poner nombre a lo que sucede, existe, es. Dejar de hablar con eufemismos, renunciar a decorar pasillos con palabras cada vez más grandes, cada día más huecas. Ser explícitas, por fin. Enseñar que la identidad, que es lo que se está construyendo a esa edad, no es un “ames a quien ames” patrocinado por una empresa de telefonía, sino un “seas quien seas también tienes derechos”. Esto no se hace en solitario. No podemos depender de la buena voluntad de quien enseña, de sus ganas de empoderarse o no mientras sortea la burocracia y pone notas, explica el tema tres y, por el camino, intenta romper el canon para ampliar lo conocido y que quepan todos, todas, todes en ese conocimiento compartido. 

Nuestro problema son las vocales, lo que se dice y se deja de decir con ellas. Son las palabras y también la autocensura. El miedo a que leer en clase ciertos libros sea una heroicidad, a que más allá de Lorca no se pueda aprender el papel de artistas homosexuales fuera del canon. No puede ser rebeldía el conocimiento que nos hace más felices, que nos da posibilidades. No es democrático mirar hacia otro lado, retroceder en silencio, necesitar permiso para elegir las lecturas, para enseñar a pensar diferente. Uno de los libros retirados por la justicia ha sido ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? En esta autobiografía que para muchas es faro en la mesilla de noche, Jeanette Winterson cuenta que cuando tenía 16 años le dijo a su madre que se había enamorado de una chica:

“- Cuando estoy con ella soy feliz. Feliz, sin más. 

Parecía que comprendía y pensé, de verdad, por un instante, que iba a cambiar de opinión, que hablaríamos, que estaríamos al mismo lado del muro de cristal. Esperé. 

Al final me soltó: -¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”

En las manifestaciones feministas hemos cantado a voces, bien alto, eso de “Normal es un programa de mi lavadora”. Cuando cuestionan derechos, cuando cercenan las posibilidades de la adolescencia y usan la justicia para volver a encerrar a quien no quiere ser como dictan, no cabe el repliegue. Fuera del armario hace cada vez más frío. Y sabemos que la felicidad no está dentro, que lo que no es normal es ceder mientras se empeñan en quitárnosla.

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