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Profesores de religión: cuestión de inconstitucionalidad

COMENTARIO: Para el laicismo la religión confesional debe salir de la escuela.


La laicidad admite dos modelos de enseñanza de la religión: como transmisión objetiva de conocimientos o como transmisión de convicciones que reclaman el asentimiento interno y la fe.

La enseñanza religiosa como hecho cultural no plantea ningún problema a la laicidad. Sería una asignatura como las restantes, y los profesores tendrían un estatuto jurídico (acceso, cese, derechos, incluido el de libertad de cátedra, y obligaciones) igual al de los demás profesores: empleados del Estado pagados por él y sometidos a su disciplina y a su inspección. El Estado paga y manda.

Tampoco la enseñanza confesional de la religión plantea problemas al Estado laico cuando se deslinda nítidamente del resto de las disciplinas, como algo enteramente distinto que no forma parte del currículum. El Estado no protagoniza esa actividad a través de sus empleados ni la paga y, consecuentemente, tampoco manda. Las decisiones sobre el qué y el cómo de esa enseñanza, sobre nombramiento y cese de profesores y sobre su inspección y vigilancia, corresponde enteramente a las confesiones religiosas.

Lo que choca con la laicidad es la mezcolanza de los dos sistemas: el Estado es el empleador y por tanto el que paga, pero es la Iglesia la que manda: competencia suya son la determinación del qué y del cómo de la enseñanza y la propuesta de nombramiento y cese de los profesores, que, dada la vinculación religiosa con la confesión, ni acceden al empleo en condiciones de igualdad por capacidad y mérito como cualquier otro empleado público, ni los requisitos canónicos que se les exigen son compatibles con los derechos fundamentales, ni las decisiones eclesiásticas sobre ellos son controlables por los órganos judiciales del Estado. Se producen así varias anomalías. El Estado se convierte en obediente brazo ejecutor de mandatos de la Iglesia fundados en motivaciones religiosas, presta su coactividad a normas confesionales, viola derechos legítimos, fundamentales incluso, de sus ciudadanos y financia actividades con un evidente fin religioso. Inconstitucionalidad por múltiples capítulos. Paga, pero no manda. Obedece.

Este modelo ha terminado imponiéndose en el Derecho español por sumisión del Estado a las pretensiones de una Iglesia que ha impuesto con tozudez inmisericorde, quebrando la continuidad del consenso constitucional, una interpretación maximalista a su favor del Acuerdo de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede.

El Estado, al elevar esa interpretación a la categoría de ley (1999), se ha puesto el dogal al cuello enajenando parte de su soberanía, olvidando el artículo 93 de la Constitución.

Es estremecedor contemplar al Gobierno confesando su impotencia no ya para defender los derechos de sus ciudadanos, sino para no lesionarlos, y todo por cumplir obedientemente un mandato de la Iglesia en ejecución de un acuerdo. ¿Dónde queda la soberanía del Estado? ¿Dónde la no confesionalidad? ¿Dónde la competencia-obligación estatal de defender los derechos fundamentales del ciudadano? Porque eso es lo que escuece como sal en carne viva: la lesión de los derechos fundamentales.

No vale decir que el profesor de Religión, cuando recibe el encargo del obispo (misión canónica), ya sabe cuáles son las condiciones del contrato. Así podría ser eventualmente si la Iglesia fuera la empleadora, pero no cuando el que viola el derecho de libertad ideológica y religiosa como empleador es el propio Estado no confesional.

Es cierto que el Acuerdo establece muy claramente que nombramiento y cese de estos profesores son de competencia del obispo y que el contrato es de duración limitada al año académico. Lo que no dice, en contra de las pretensiones de la Iglesia, es cuál sea su régimen laboral ni de quién depende, si del Ministerio o de la Diócesis, ni concreta su régimen económico, ni quién corre con su financiación.

Gratuitamente el Gobierno aceptó que la financiación económica corriera por cuenta del Estado, en sospechosa colisión con la laicidad (financiación de fines religiosos con fondos públicos), pero al mismo tiempo introdujo el principio rupturista de que las personas encargadas de esta enseñanza en EGB no generaban relación de servicios con la Administración. En cambio, para los profesores de bachillerato, en línea de continuidad con el Concordato de 1953 y con la confesionalidad entonces vigente, el modelo es diferente: dependen no laboral, sino administrativamente, del Estado.

Por obra y gracia de la jurisprudencia se generalizó para todos los profesores de Religión la fórmula menos congruente con la no confesionalidad: la de los profesores de bachillerato empeorada; es decir, relación de servicios con la Administración, pero no administrativa, sino laboral. Volvemos así al punto de partida: al Concordato de 1953 y a la confesionalidad franquista. Hemos realizando la proeza del cangrejo.

El principio de no relación de servicios con la Administración siguió rigiendo para los profesores de EGB hasta 1999. En el 93 se firma un Acuerdo sobre este profesorado, pero sólo para regular su régimen económico. En el texto se utiliza, además, una fórmula que elude su dependencia del Estado: no se paga directamente a los profesores, sino a la Iglesia como si fuera una empresa de servicios.

La jurisprudencia, víctima de una inconsciente querencia confesional, enmendará la plana a las partes en el Acuerdo y entenderá que esos profesores tienen vinculación laboral con la Administración, extendiendo esta misma doctrina a todos los profesores de Religión.

Esta misma lógica conduciría a fortiori a considerar empleados del Ministerio a los profesores de todas las asignaturas de los colegios concertados que sí son pagados directamente con la fórmula del pago delegado.

Y hablando de paralelismos, ¿no habría que considerar empleados del Estado a obispos y sacerdotes que son pagados con el dinero público resultante de la suma de asignación tributaria más dotación presupuestaria? La función que cumplen es similar a las de los profesores de Religión, según el Derecho Canónico: una función espiritual. Y, dada esta paridad, ¿no sería más congruente financiar también la enseñanza religiosa con los ingresos obtenidos por asignación tributaria?

La última vuelta de tuerca la ha dado el propio Gobierno del PP en la Ley de Acompañamiento a la Ley de Presupuestos para 1999 al consagrar legalmente la doctrina jurisprudencial para todos los profesores de Religión, cuando la soberanía del Estado y su laicidad exigían justamente lo contrario: dependencia laboral sí, pero no del Ministerio de Educación, sino de la Diócesis correspondiente.

Acontecimientos judiciales recientes han dejado patente la necesidad de despojar a esos acuerdos del blindaje de la internacionalidad que dificulta su revisión en defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Las cosas estaban alcanzando tal grado de desazón en la opinión pública que se hacía cada vez más acuciante el pronunciamiento del Tribunal Constitucional. El Tribunal Superior de Justicia de Canarias ha abierto esa posibilidad al plantear cuestión de inconstitucionalidad tanto sobre determinados artículos del Acuerdo como sobre la Ley que consagró esa fórmula en 1998.

Esperemos que la respuesta del Tribunal cierre el paso a situaciones como las que hemos vivido, en las que la Iglesia impone legalmente a los poderes públicos decisiones que lesionan derechos fundamentales. Algo a todas luces inconstitucional.

De futuro sólo hay dos soluciones posibles: la enseñanza de la religión no forma parte del currículum y es competencia exclusiva de la Iglesia como empleadora, o es competencia exclusiva del Estado como asignatura ordinaria de carácter neutral. Las dos son compatibles con la laicidad del Estado. La segunda garantizaría mejor los derechos de los profesores.

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