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Pro domo sua

Los obispos de la provincia eclesiástica levantina, constituida por las diócesis valencianas y de las islas Baleares, se han reunido esta semana en Valencia para tratar de sus asuntos pastorales, entre los que han figurado algunos de indudable proyección social -lo que nos autoriza a meter baza-, cual es la enseñanza de la religión en la escuela pública.

Piden los prelados que mejore el tratamiento que se le otorga a esta asignatura en punto a los horarios en que se imparte y -si mal no hemos entendido- que también se revisen los honorarios del profesorado que, por cierto, van a cargo del erario público. No son momentos propicios para pedir, pero ahí queda la reivindicación.

Nada habríamos de objetar a estas propuestas, si es que realmente se está produciendo una discriminación que, como tal, sería reprobable. Más aún, nos adheriríamos a las mismas por un elemental principio de solidaridad, de no creer, como creemos, que los prelados están reclamando unos privilegios que se revisten de derechos en virtud de una legislación anacrónica, como son los vigentes acuerdos suscritos en 1979 entre España y la Santa Sede, y que, a mayor abundamiento, hoy resultan estridentes por injustos y hasta escandalosos en un marco social calificado por el pluralismo religioso y la inevitable deriva hacia el laicismo, que ni es fundamentalista -o no ha de serlo- ni comporta una ofensiva anticlerical, como se atruena desde ciertas tribunas católicas.

Comprendemos, aunque no resignadamente, que llevará algún tiempo sintonizar las realidades religiosa y social de este país, todavía hegemonizado por el catolicismo que, en el caso valenciano, goza de una desmesurada ósmosis con el PP gobernante, o al menos así acontece con su jerarquía. Pero este prolongado trance tiene fecha de caducidad, tanto por imperativo de la razón como de la dinámica histórica. Colectivos de cualificados teólogos y seglares vienen pidiendo que la Iglesia renuncie a sus prebendas y se autofinancie, incluida la docencia doctrinal, mientras que, simultáneamente, las confesiones marginadas, como los protestantes, musulmanes, judíos u otras instan asimismo el amparo que se les escamotea y, sin embargo, les corresponde a la luz de la Constitución. Sin olvidar a quienes postulan que la enseñanza del hecho religioso en la escuela pública no se identifique con ningún adoctrinamiento, como cumple a un Estado formalmente aconfesional y democrático.

Pero tampoco hemos de sorprendernos de que los prelados estén a lo suyo y, además de aleccionar a su grey, aprovechen el ascendiente que tienen sobre la autoridad civil. Por eso se nos antoja que bien hubieran podido ampliar su petitorio y romper una lanza por colectivos sociales dejados de la mano del Gobierno, como son los desamparados por la Ley de Dependencia, o las víctimas -pacientes y familias- de la desatendida asistencia a la salud mental, por citar dos de los problemas de rabiosa actualidad y que tanto dolor arrastran mientras que los dineros públicos se gastan en eventos y saraos. Algo que dicho así y por nosotros suena a demagogia, pero que en boca de los obispos podría alcanzar tintes proféticos y probablemente eficaces. Pero la mencionada jerarquía, decimos de los obispos valencianos, no está para tales lances y requisitorias.

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