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Najat El Hachmi durante el pregón de la Mercè en Barcelona / Fuente foto

Por qué no puedo compartir la interpretación que del pregón de la escritora Najat el Hachmi realizan Ángela Ramírez y Laura Mijares · por Luis Fernández

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Ángela Ramírez y Laura Mijares publicaron, tras el pregón(1) de la Mercè de Najat El Hachmi, Por qué no podemos compartir el pregón de la escritora Najat el Hachmi, a lo que se responde en esta entrada

Luis Fernández, 12 de octubre de 2023

Como muy bien señalan las autoras de la crítica, la misma acción tiene muy diferente significado dependiendo del contexto en que se realice. Pues comencemos por ese contexto: estamos leyendo un pregón destinado a inaugurar la fiesta mayor de la capital catalana. Es pues un texto de exaltación de las virtudes de la ciudad que acoge a más de millón y medio de personas de muy diferentes orígenes. No lo perdamos de vista.

La base argumental de la crítica tiene tres pilares.

El primero es su solidaridad con “nuestras hermanas musulmanas residentes en Europa, que son expulsadas del sistema educativo, insultadas en la calle, o excluidas de muchos puestos de trabajo, por llevar pañuelo y, últimamente, por llevar abaya”. Es indudable que existe racismo en las distintas sociedades europeas. Pero estamos hablando de un pregón en la fiesta principal de Barcelona, luego tenemos que suponer que las autoras son conscientes de ello y se circunscriben a esta ciudad. No creo que sea una característica de Barcelona el insulto a las mujeres por su forma de vestir pero incluir en este paquete afirmaciones como “son expulsadas de sistema educativo” supone una interpretación deformada de la realidad o simplemente una falsedad argumentativa para llegar a conclusiones que se decidieron a priori.

El segundo se fundamenta en un notorio sesgo argumentativo. Así cuando afirman: “Da por sentado que el deseo legítimo –y normativo– de todas las mujeres ha de ser ir por la calle en pantalones y con la cabeza descubierta” juegan a confundir el derecho a hacerlo, que ampara a todas aquellas que quieran hacerlo, con una imposición normativa. De la misma forma se pretende descalificar a la defensa que hace El Hachmi de aquellas que quieren liberarse de la obligación de aceptar imposiciones religiosas enfrentándola a su hipotética lucha a favor de las que son  “expulsadas del sistema por llevar pañuelo.

A las autoras les llama la atención que El Hachmi “identifique la lucha de las mujeres de origen musulmán solo con la de aquellas que se oponen a ciertas imposiciones familiares y no con la de las que se enfrentan a las institucionales” que ellas insisten en identificar con la Escuela (“Para muchas, el dilema no es familia-pañuelo frente a libertad, sino pañuelo frente a educación, porque está sucediendo que el sistema educativo las expulsa, sin ninguna posibilidad de elegir”), lo que será una referencia permanente en su crítica.

El tercero se sustenta en acusar a la pregonera de subestimar la cultura de sus antecesores (la “tribaliza”) imponiendo el modelo de los colonizadores: “Presenta a toda la gente musulmana como ignorante de la democracia, de la ciudadanía y de los derechos, siendo la situación de las mujeres la mayor prueba de este atavismo” mientras presenta a Barcelona “como ese espacio de destribalización y de descomunitarización necesario para la liberación de las recién llegadas”. La generalización inicial (toda la gente musulmana) es interpretación (sesgada) de ellas y en su crítica a la presentación de Barcelona realizada por la pregonera se olvidan (¡ellas!) del contexto en que se desarrolla el pregón: la fiesta mayor de la capital. Más aún, estirando el argumento, no tienen inconveniente en encontrar en él trazas del “discurso colonial civilizatorio de liberación de las mujeres en la Argelia francesa”.

Transversalmente a toda la crítica y especialmente en sus conclusiones aparecen las chicas expulsadas del sistema educativo:

Precisamente es este sesgo colonial de su discurso el que hace que socialmente se acepten mejor las reivindicaciones de las chicas marroquíes que rompen con sus familias autoritarias y religiosas porque quieren ser libres, que las de las chicas expulsadas de los institutos o a las que se les prohíbe matricularse por llevar hiyab. Es la vieja idea de una Europa abierta, democrática, con oportunidades para los hombres y, especialmente, para la libertad de las mujeres.

Es indudable que la imposición religiosa de una forma de vestir a un determinado sexo y a partir de una determinada edad (asociada a la maduración sexual) supone un problema escandaloso de derechos humanos. Desde una óptica laicista es inadmisible que se obligue a nadie en base a las creencias de sus familiares. Pero aquí asistimos a un juego habitual para desfigurar lo hechos. Existe una zona de contacto entre lo que son prácticas estrictamente religiosas (inspiradas en la interpretación que determinados grupos de poder hacen de un supuesto libro sagrado) y lo que son costumbres culturales que ayudan a identificarse dentro de una comunidad protectora. La línea que separa ambos conceptos, muchas veces intencionalmente desdibujada, es la que separa las verdades dogmáticas (verdades absolutas en sí) de las acuerdos conductuales de los grupos humanos, consecuencia de cada instante cultural, revisables a la luz del avance de esas culturas y por lo tanto de asunción libre.

También es indudable que el colonialismo, para el soporte de sus prácticas explotadoras, utilizó muchas de las que fueron esas costumbres culturales (las más fáciles de identificar son las vestimentas) para diferenciar a las que iban a ser las víctimas de esa explotación. El tardío reconocimiento de los delitos de ese colonialismo por parte de las naciones europeas ha acrecentado un importante sentimiento de culpabilidad impulsor de la revisión de muchas de estas conductas. El relativismo cultural crece reforzado porque muchas de las formas del racismo europeo se apoyan en el color de la piel o en la indumentaria. Cuando se margina a una persona que se ha identificado por su forma de vestir se está abriendo la puerta para que alguien la convenza que no es a ella sino a esa forma de vestir la que se margina y que con esta, como patrimonio cultural que la identifica, es su cultura (la “esencia de su ser”) lo que se ataca. De este modo se fija su atención en “defenderla” evitando que pueda plantearse por qué esa forma obliga solo a las mujeres y no a los hombres también marginados.

Pero el sentimiento de culpa por los delitos del colonialismo no puede ser causa que lo justifique todo. Para el laicismo es inadmisible que en una sociedad actual se margine a las personas por sus creencias religiosas, es inadmisible que se quieran imponer las formas en que cada persona manifiesta sus creencias, es inadmisible que se quieran imponer creencias o símbolos de esas creencias a cualquier persona. Y es inaceptablemente tramposo que se intente camuflar esas imposiciones en tradiciones culturales.

Dicho esto volvamos a una constante en la argumentación de las autoras de la crítica: la Escuela. La permanente referencia a la expulsión del sistema educativo presentada por ellas, sitúa una parte muy importante del debate en la Escuela Laica. Y más específicamente en la presencia en ella de símbolos o indumentarias de marcado carácter religioso. Como muy bien señala Catherine Kintzler la Escuela es un espacio donde necesariamente han de convivir el alumnado y el profesorado. Esa ausencia de libertad (convivencia forzada) hace imprescindible la caracterización de ese espacio como libre de simbologías religiosas. Es necesario un espacio neutro donde se aproxime, en lo posible, la igualdad de consideración para todas y todos. La Escuela, para el laicismo, debe de estar libre de cualquier identificación religiosa (la religión pertenece al ámbito de cada comunidad, la Escuela es de todas y todos). Por ello la Escuela debe poseer una normativa que preserve esta independencia de las ideas y formas religiosas. Precisamente por ello Europa Laica mantiene como uno de sus ejes nucleares de actuación la campaña “Religión fuera de la Escuela”.

Expulsar del sistema educativo es una interpretación demasiado sesgada de hacer cumplir la normativa aceptada. Una norma es un acuerdo discutible, sometible a crítica, evolucionable. Esa es una tarea necesaria.

El pretender introducir como elementos culturales disposiciones de un marcado carácter religioso es inaceptable. El defender costumbres que diferencian derechos entre mujeres y hombres, aunque no tuvieran sesgo religioso (no es este caso) también es inaceptable.

Eso sí, en aceptar que fuera del pregón de las fiestas de Barcelona quedan muchas cosas por hacer estoy totalmente de acuerdo. Culpar a la pregonera de que no las haya incluido todas las acciones posibles es una muestra de falta de rigor por las realizadoras de la crítica.

Por todo ello no puedo compartir la interpretación que del pregón de la escritora Najat El Hachmi realizan  Ángela Ramírez y Laura Mijares.

Luis Fernández, es presidente de Asturias Laica

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(1) Pregón de la Mercè 2023 por Najat El Hachmi

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