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Por qué los curas ya no amenazan con el Infierno

Erasmo perdía la paciencia ante las interminables disputas de decenas de teólogos (teologuchos los llama en Elogio de la locura) reunidos para discutir sobre si era pecado menos grave matar a un millar de hombres que coser en domingo el zapato de un pobre. Con el tiempo, surgieron dilemas más paradójicos, como la muy moderna sutileza en torno al vicio de fumar. ¿Se puede fumar mientras se reza? Qué irreverencia. ¿Y rezar mientras se fuma? Eso sería un acto de piedad. En cambio, ni en tiempos de Erasmo, Lutero o Ignacio de Loyola, quinientos años atrás, ni en los siglos posteriores, se discutió sobre la existencia del Infierno, el Cielo, el Purgatorio o el Limbo. Habrían sido herejías insoportables. Sin embargo, lo impensable ocurrió el verano de 1999 cuando Juan Pablo II corrigió el Más Allá de manera solemne. El Cielo, dijo el Pontífice polaco, no es «un lugar físico entre las nubes». El Infierno tampoco es «un lugar», sino «la situación de quien se aparta de Dios». Y el Purgatorio es un estado provisional de «purificación que nada tiene que ver con ubicaciones terrenales”.

Lo curioso es que una corrección que resultó pacífica cuando la predicó el conservador Juan Pablo II se ha vuelto escandalosa 18 años más tarde cuando la reitera, sin darle importancia, el papa Francisco, argentino y jesuita. Lo hizo la pasada Semana Santa en declaraciones al fundador del periódico italiano La Repubblica, Eugenio Scalfari. Preguntado por qué pasa con las almas de las personas pecadoras cuando mueren, contestó: «No son castigados. Aquellos que se arrepienten obtienen el perdón de Dios, pero aquellos que no se arrepienten y no pueden ser perdonados desaparecen. El infierno no existe, la desaparición de almas pecadoras existe».

Desde entonces, no paran de escucharse execraciones contra Francisco, en boca de católicos puristas, pero también desde la Curia romana y entre cardenales, tachándolo, como poco, de hereje o masón. Incluso la oficina de Prensa del Vaticano le ha rectificado con el argumento de que Scalfari, el periodista más respetado en Italia a sus 94 años, con quien Francisco gusta de conversar durante horas, había transcrito inadecuadamente las palabras del Papa. “Los entrecomillados que aparecen no se deben considerar como una reproducción fiel de las palabras del Santo Padre», decía su comunicado.

Esta aclaración no evitó la catarata de críticas. Ningún pontífice ha recibido tantas execraciones, ni había sido tratado con menos respeto, quizás desde Pío IX, el papa que proclamó el 18 de julio de 1870 el dogma de la infalibilidad y condenó más tarde, con furia de sicópata, todas las ideas que se estaban abriendo camino a finales del siglo XIX, entre otras, el liberalismo, el naturalismo, el socialismo y la autonomía de la sociedad civil.

“El infierno son los otros”

El mundo ha soportado muchos infiernos desde Pío IX, como dos guerras mundiales y varios holocaustos, el más terrible el perpetrado por los nazis contra los judíos. “El infierno son los otros”, escribió el existencialista Jean Paul Sartre en 1944, en A puerta cerrada. Sea como fuere, la predicación de Juan Pablo II, pese a parecer una radical revisión del Más Allá, apenas excitó la imaginación de unos pocos articulistas. Los teólogos avisados ni se inmutaron. Hacía años que la nueva escatología se había abierto paso sin alboroto. Numerosos pensadores cristianos, entre ellos los españoles Juan José Tamayo y José María Castillo, esgrimieron entonces la larga relación de autores que proclamaron en los años sesenta, tras el Concilio Vaticano II, lo que predicaba en 1999 Juan Pablo II. Entre los más influyentes destacaban Hans Küng y Hans-Urs von Balthasar. Esto escribió Küng en 1975, en su libro Ser cristiano: “No se puede hoy, como en los tiempos bíblicos, entender el firmamento azul como la parte exterior del salón del trono de Dios, sino como imagen del dominio invisible de Dios. El Cielo de la fe no es el cielo de los astronautas. No es un lugar, sino una forma de ser. Tampoco debe entenderse el Infierno como un lugar del mundo infraterrestre, sino como una exclusión de la comunión con Dios».

Diarmaid MacCulloch, el gran historiador de Oxford, certificaba así la normalidad con que habían sido arrojados por la borda, incluso en la religión más tradicional, tan fundamentales aspectos del pasado cristiano. Lo hizo en su imponente Historia de la Cristiandad, publicada en España en 2011 con una subvención del Ministerio de Cultura: “La baja más llamativa del siglo pasado ha sido el Infierno. Se ha caído de la predicación o de gran parte de la preocupación popular cristianas, primero entre los protestantes y, a continuación, entre los católicos, que también han dejado de prestar atención a ese otro aspecto de la doctrina occidental que parecía corrosivo en la Iglesia Latina en vísperas de la Reforma, el Purgatorio”.

Acosados por la ciencia y las encuestas

Si todo era tan evidente, ¿por qué se revisó tan tarde la doctrina oficial sobre el Más Allá? La primera razón tiene que ver con el acoso de la ciencia. El Vaticano no quiere repetir la amarga historia de Giordano Bruno o Galileo Galilei. Otro motivo son las estadísticas: el 60% de los católicos cree en Cristo, pero no en el Infierno ni en el Paraíso. Por último, era una exigencia del Concilio Vaticano II: poner al día la interpretación que en el pasado se hizo de los textos sagrados. La palabra es aggiornamento, la preferida del mítico Juan XXIII.

La nueva escatología puso patas arriba la interpretación clásica de los textos sagrados, en especial la proclamación de santo Tomás de Aquino, suma teológica del catolicismo, que entre los placeres de los que van al Cielo colocaba, además de la visión de Dios, el poco cristiano deleite de la contemplación de los sufrimientos a que están sometidos los arrojados al Infierno. En la literatura, el ejemplo más colosal es La divina comedia, donde Dante, gran tomista, con fruición vengativa, se regodea citando por el nombre a sus paisanos arrojados a la «región de los condenados» por ladrones, usureros, alcahuetes o traidores. En el cine, destaca el humor con que Woody Allen se toma en Desmontando a Harry su descenso a los infiernos para toparse, entre otros atormentados, con el carpintero que inventó los muebles de metacrilato. Bromas aparte, esto afirma el teólogo capuchino Martin Von Cochem, más exaltado que el sabio de Aquino: para fijar la altura de las llamas del Infierno, advierte del hecho de que su fuego es más tórrido que el terrenal porque sucede «en lugar cerrado», «se alimenta de pez y azufre» y porque “es Dios quien lo sopla”.

Lo cierto es que el castigo eterno más terrible que se pueda imaginar ha sido la línea argumental de los 1.500 catecismos que se han enseñado a los niños en todos los idiomas, durante siglos, en los que la amenaza del Infierno y el premio del Cielo eran piezas fundamentales para promover la fe cristiana. En la España nacionalcatólica, el más famoso fue el del jesuita Gaspar Astete (1537-1601). “El Infierno de los condenados es el lugar adonde van los que mueren en pecado mortal, para ser en él eternamente atormentados; el Purgatorio es el lugar adonde van las almas de los que mueren en gracia, sin haber enteramente satisfecho por sus pecados para ser allí purificadas con terribles tormentos, y el Limbo de los niños es el lugar adonde van las Almas de los que antes del uso de la razón mueren sin el Bautismo”, describe.

“El Dios de los infiernos no puede ser verdad”

Contra esta exaltación del castigo extremo y eterno, incluso para recién nacidos, se alza la predicación de Francisco colocando la misericordia como el gran acontecimiento de su pontificado. “Si existiera el Infierno, el que no puede existir, ni ser verdad, sería Dios. El Dios del infierno no puede ser verdad», sostiene José María Castillo, ex jesuita y amigo del papa argentino. Invitado como experto a la Semana Bíblica sobre la Muerte, celebrada en Montefano (Italia), Castillo añade: “Si el infierno eterno solo tiene la finalidad de hacer sufrir, cae el principio de que Dios es Bueno. El Dios-Bondad sería, en realidad, el Ser más cruel y vengativo que se haya podido inventar”.

En sociedades que repugnan de condenas perpetuas aunque se digan “revisables”, como ahora en España, la frase de Francisco al periodista Scalfari —“Nadie se condena para siempre”— tiene todo el sentido. En la misma línea justifica Von Balthasar su afirmación más tajante: «El infierno no existe o está vacío”. Aún más. El teólogo dominico Yves Congar, uno de los artífices intelectuales del Vaticano II, creado cardenal en 1994 por Juan Pablo II cuando ya había cumplido 91 años, remachó el argumentario de manera tajante: “Si Dios fuera capaz de condenar siquiera a una sola de sus criaturas al fuego eterno, sería el ser más rencoroso del Universo”.

El miedo y la venta de indulgencias

La supresión del Infierno también afecta a obsesiones eclesiales clásicas e, incluso, a dogmas. Pero los eclesiásticos se han ido acostumbrando. Solo dos ejemplos. La cremación o incineración complica la idea de la Resurrección tal como la define el concilio de Letrán en 1215 (“Resucitarán con el propio cuerpo que ahora llevan”); y si el Cielo no es un lugar, qué hacer con la celebrada Asunción de María, la madre de Jesús, “llevada al Cielo en cuerpo y alma después de terminar sus días en la Tierra” (dogma de fe proclamado por Pío XII en 1950).

Pero la reprobación mayor se produce contra la escatología apocalíptica, tenebrosa y vengadora (infernal) que tantos frutos ha dado a la Iglesia romana. Sin Infierno, se acaba el abuso del miedo a una condenación eterna y se caen del púlpito los predicadores de catástrofes a los que se refirió Juan XXIII en su famoso discurso ante el Vaticano II. “La Esposa de Cristo [la Iglesia] prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”, proclamó allí.

Además, está la cuestión del dinero, tan católico (como dice el dicho popular). Con motivo del quinto centenario de la publicación por Lutero de sus famosas 91 Tesis, se ha escrito mucho sobre la irritación del monje agustino contra Roma por la avaricia con que el Papa predicaba la necesidad de que sus fieles comprasen cuantas más indulgencias mejor si querían “salir cuanto antes del fuego del Purgatorio”. En realidad, la campaña recaudatoria no tenía otro fin que gastárselo en Roma en lujos, vicios y una interminable construcción de la Basílica de San Pedro, que debía ser siempre la mayor del orbe católico.

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