“Es una exigencia del respeto al principio de autodeterminación individual y a la dignidad inherente a la persona a lo largo de toda su vida”, explica el catedrático de Derecho Constitucional Miguel Ángel Presno.
La protección frente al dolor que nos pueden causar los demás ha sido una constante en los ordenamientos jurídicos modernos, hasta el punto de que una parte importante de los códigos penales está constituida por delitos como las lesiones, la tortura y los delitos contra la integridad moral… Con la tipificación penal de esas conductas se pretende, en la medida de lo posible, evitar que las mismas sean una fuente de dolor para otros y, al margen de posibles controversias técnicas sobre la mejor manera de conseguir ese objetivo, no ofrece dudas la legitimidad de su regulación. Tampoco está en cuestión, aunque desde hace menos tiempo y, quizá, con menos intensidad, que el reconocimiento como derecho fundamental de la protección de la integridad física y moral implica el deber de los poderes públicos de disponer de recursos económicos suficientes y medios materiales adecuados para la protección de la salud.
Como recuerda el profesor italiano Stefano Rodotà, el dolor es una de las formas de injusticia que existen en el mundo y, como tal, debe ser combatido. Sin embargo, todavía queda, en la mayoría de los países, un espacio en el que el control de la lucha contra el dolor no está en manos de quien lo padece si ello implica, de manera radical, el fin de la vida. Existen, faltaría más, los llamados cuidados paliativos, que se centran en la mitigación del dolor, y que deben servir, lo que no siempre ocurre en la práctica, para que el proceso de morir se desarrolle de manera digna.
Sin embargo, la dignidad no es, en este ámbito, algo que deba referirse exclusivamente a la muerte ni reside en el “derecho a ser anestesiado”; la dignidad tiene que ser un atributo de la vida misma y de la autonomía personal, entendida ésta, en palabras de Ronald Dworkin (El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual) como la capacidad general de las personas para orientar sus vidas según su criterio, el criterio de lo que es importante por y para ellas. Y es, precisamente, la dignidad la que exige que el espacio de autodeterminación personal se extienda también al cómo y al cuándo afrontar el último viaje. Para eso hace falta que, también aquí, intervenga el Derecho y que lo haga desde la perspectiva de quien debe decidir, que no puede ser más que la persona de cuyo dolor se trata y con el objetivo último de respetar su voluntad, se haya manifestado de manera expresa o se pueda deducir de su forma de vivir.
Así pues, la autonomía personal que hay que proteger implica tanto el que no se siga prestando una atención médica que únicamente prolonga una existencia que no quiere ser vivida, como que, precisamente, se preste la ayuda necesaria para que, quien así lo decida, pueda morir. En España, lo primero se ha articulado, con mayor o menor fortuna, a través de la Ley 41/2002, reguladora de laautonomía del paciente; para lo segundo, como con tantas otras cosas en este país, todavía no se ha encontrado el momento, lo que sí han conseguido sociedades no menos complejas que la nuestra como la belga o la holandesa. Como es obvio, y dado que hablamos de un derecho, su regulación nunca obligará a nadie a ejercerlo y habrá que garantizar que, bajo la apariencia de una voluntad libre, no exista una situación de coacción o manipulación. Pero para ello también hay instrumentos jurídicos eficaces, vigentes en sociedades avanzadas y democráticas. Porque una sociedad democrática avanzada no trata de encontrarle un fin, un sentido, al dolor, sino, precisamente, de ponerle fin.
Sin embargo, en España no solo no se ha regulado como derecho la ayuda a la persona que, lúcida y voluntariamente, quiere poner fin a su vida sino que tal conducta es constitutiva del delito previsto en el artículo 143.4 del Código Penal, donde, como es bien conocido, se prescribe: “El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 [Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona] y 3 [Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte] de este artículo”.
Derogar este precepto es una exigencia del respeto al principio de autodeterminación individual y a la dignidad inherente a la persona a lo largo de toda su vida.
*Miguel Ángel Presno Linera es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo y catedrático de Derecho Constitucional.