Me lo cuenta una religiosa española de un colegio católico femenino en Japón. El padre y madre de una alumna vienen a entrevistarse con la directora. Tras los saludos acostumbrados, inician la conversación fijándose en el retrato que preside el despacho. «¿Es su difunto esposo?», preguntan. Apurada la monja se apresura a explicar: «No, no, yo no tengo esposo. Es del Papa. Es, ¿cómo le diría yo?, el presidente de la iglesia católica». No acaba aquí la anécdota. Preocupada la religiosa, decide evitar confusiones y cambia la foto del Papa a la pared lateral, poniendo junto a a ella la madre fundadora de su congregación. De nuevo, la interpretación simpática. Viene una familia a presentar la solicitud de admisión de su hija. Son budistas, pero muestran interés por la iglesia católica, dando a entender que la conocen. Señalando el cuadro del pontífice, dice el señor: «Es el nuevo Papa de Roma, ¿verdad? Nosotros vimos por la tele su inauguración». «Ah, ¿lo conocían ustedes?», dice complacida la directora. A lo que añade la señora: «Sí, a quien no conocíamos era a su esposa. Es la de esta otra foto, ¿verdad?». De nuevo, perplejidad de la monja, que aclara precipitadamente: «No, no, esta foto es de nuestra fundadora. Los Papas, ¿saben ustedes? , no están casados. Bueno, como nosotras tampoco…» No hace falta que siga, porque con ese hábito cultural de asentir a cuanto diga el interlocutor, aunque no se entienda, el matrimonio japonés está inclinando su cabeza y diciendo sonrientes: «Ah, claro, claro, ya comprendo, ya comprendo…».
Ese «ya comprendo», equivale en muchos casos a disimular que no se ha comprendido nada. Había que hacer comprender a la directora que en Japón no es costumbre poner en público las fotos familiares, ni siquiera dentro de casa. En cambio, una foto de tamaño grande es imprescindible en los funerales.
Este largo prólogo viene a cuento de las disputas anacrónicas en mi país sobre el crucifijo en las escuelas. Desde Japón, no se entiende. En la Universidad Sofía, de los jesuitas en Tokyo, no se nos ocurriría poner un crucifijo en las aulas. Si en un alumnado de sesenta en una clase, hay seis o siete budistas, dos católicas, un judío y todo el resto sin ninguna pertenencia confesional, ¿qué sentido tendría? Hay simbología cristiana en la capilla de la universidad y en la de la casa de los jesuitas. En la inauguración del curso escolar, se celebra la misa, con asistencia libre. Pero la apertura académica de curso, en el aula magna, está exenta de simbología religiosa. El 2 de noviembre se celebra, con asistencia libre, en la iglesia de san Ignacio la liturgia de difuntos por el profesorado fallecido. Pero el servicio memorial académico, tiene lugar en otro contexto, sin connotación especialmente cristiana. Tras los atentados del 11 de septiembre, se abrió por iniciativa del alumnado un aula de plegaria en silencio por las víctimas, pero en un marco interconfesional. Es habitual la convivencia de laicidad y religiosidad, sin mezclarse ni excluirse. La laicidad, que atemoriza a algunos obispos españoles, es algo obvio en el contexto de la iglesia japonesa. Ni la religiosidad se entromete para perturbar la convivencia en pluralidad, ni la laicidad excluye a una religiosidad que propone sin imponerse.
En el Estado español, en transición incompleta, se avanza hacia la normalidad en la convivencia, mediante una gestión pública imparcial de la pluralidad de religiones o de convicciones. Actualmente, la modificación legislativa sobre la libertad religiosa forma parte de la agenda social y política. Esperemos que el síndrome persecutorio de parte de la jerarquía eclesiástica no suscite alergias antigubernamentales, que impidan poner al día la igualdad de trato a las diversas confesionalidades religiosas.
Cuando el Concilio Vaticano II votó el 19 de noviembre de 1965 la Declaración sobre la libertad religiosa, entre la minoría opuesta que votó en contra (249 frente a 1.954 votos positivos) estaba el episcopado español de la era del nacional catolicismo. El documento Dignitatis humanae marcó un giro de ciento ochenta grados en la historia de las relaciones de la Iglesia con los Estados y con las otras religiones. La iglesia postconciliar, liderada por el cardenal Tarancón, cumplió su papel sin intervencionismo agresivo, ni abstencionismo acomplejado. Hoy hay que dar un paso más para lograr la laicidad del Estado y defender la libertad religiosa. Pero la marcha atrás creciente de las últimas dos décadas, apuntalada por nombramientos episcopales de signo neoconservador y restauracionista, frena el progreso de la democracia en el país y aumenta la pérdida de crebilidad de la Iglesia. El Gobierno debería decidirse, sin miedo -como le pide una buena parte de su electorado católico- a denunciar los acuerdos Iglesia y Estado, que hoy son anacrónicos.