Con esos vivas y esos vítores a ritmo de pasodoble torero y con ese confesionalismo antidemocrático e inmoral no me identifico ni lo más mínimo
Soy de los que opinan que la felicidad es un derecho inherente y adquirido por el hecho de estar vivo. Soy de los que creen, además, que la felicidad no es algo que caiga del cielo, sino algo que se aprende y se ejercita; y sobre todo es algo que se siente y que se vive. Algunos piensan que la felicidad es una moda de estos tiempos en que se habla de ella, porque durante siglos ha sido, para la mayoría, una utopía y una quimera. Yo no creo que sea una moda, sino, ya digo, un derecho del que nos alejan todo lo que pueden porque la gente feliz es mucho menos sumisa y manipulable. Si se quiere someter, manipular y explotar a una sociedad nada mejor que alejarla de la alegría y de la libertad, y sumirla en la culpa, el miedo y el temor al castigo. ¡Ah! Y en la ignorancia, para que la ecuación sea perfecta. No hay más que ver lo efectivo que ha sido ese “valle de lágrimas” oprimiendo nuestras conciencias.
Sin embargo, lo cierto es que, según nos cuentan los científicos, nuestros cerebros están diseñados mucho más para albergar la felicidad que la desdicha. Y lo cierto es que poco a poco se ha ido asumiendo la idea de que la búsqueda de la felicidad no es un pecado o una temeridad impía, sino el principal derecho que ostentamos por el hecho de haber nacido. Cualquier otra disquisición supuestamente moral, filosófica o teológica no es más que un pretexto para justificar la opresión, el abuso y la tiranía; de ahí que, parafraseando a Ibsen, la búsqueda de la felicidad sea la mayor de las rebeldías.
Pero hay alegrías que nos parecen insólitas y, como poco, nos sorprenden. Algo así me ha ocurrido, como a media España, hace unos días, cuando veía el vídeo grabado en Lourdes de un rato de jarana y “alegría” de la peregrinación de monjas, curas y guardias civiles españoles; un vídeo que muestra cómo, totalmente desinhibidos miembros de la curia, el ámbito monjil y miembros de la benemérita bailaban una conga al ritmo de un pasodoble casposo y patrio que exalta el fanatismo de los que, por sistema, rechazan lo ajeno y vitorean lo propio. En fin, ya sabemos; es eso que venimos llamando la España negra y profunda, resurgida intensamente desde que la derecha neoliberal la ha resucitado sin piedad.
Digo que es una “alegría” insólita y sorprendente porque curiosamente suelen ser esos ámbitos de la España cañí los que se ocupan muy mucho de sembrar y perpetuar las miserias y las tristezas patrias, que son muchas. Cuesta ver a curas, monjas o guardias civiles sonriendo y disfrutando de las alegrías de la vida, y cuesta asimilar ver a monjas y curas bailando a ritmo de “Viva España”; aunque probablemente fue esa letra, hortera con ganas, hay que reconocerlo, la que encendiera la chispa festiva, jocosa y jaranera que obrara el milagro. Porque, reconozcámoslo, ver bailando a esa gente, tan adepta y adicta al valle de lágrimas y a las cosas como dios manda, parece todo un milagro.
Aunque, claro, yo no soy una patriota, porque con esos vivas y esos vítores a ritmo de pasodoble torero y con ese confesionalismo antidemocrático e inmoral no me identifico ni lo más mínimo. Quizás soy como Fernando Trueba quien, en su brillante discurso tras recoger el Premio Nacional de Cinematografía 2015, dijo: “Nunca me he sentido español, ni cinco minutos en mi vida (…) …culturalmente Cervantes me gusta, pero no más que James o Balzac. Me gusta Velázquez, pero también Rembrandt. La música que me gusta es el jazz. Debo estar equivocado. Tengo conflictos con la palabra nacional”.
Seguramente yo tengo también ese tipo de conflictos. Declararse español, dependiendo de en qué contexto, puede resultar realmente cutre y vergonzoso. Porque si sentirse español tiene mínimamente algo que ver con ese vídeo bochornoso, con esa situación cómica de puro casposa y surrealista, como otras tantas, me declaro apátrida y ciudadana del mundo. Afortunadamente, y es un consuelo, existe otra España, aunque últimamente se encuentre poco visible; y la Asociación Unificada de Guardias Civiles (AUGC) ha tachado de vergonzosas esas actitudes y esas peregrinaciones que “dejan en muy mal lugar la imagen del cuerpo”. La conga de la vergüenza, se viene llamando. Y se costea, como tantas otras cosas vergonzosas, con dinero público, con dinero de todos. Eso es lo más vergonzoso de todo. España cañí.