Descargo de responsabilidad
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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
En estos años de debates en torno a la mejor manera de acabar con las violencias machistas parece estar cobrando cada vez más fuerza la lógica que traslada al Derecho Penal la responsabilidad de zanjarlas. Una opción que parece olvidar que dichas violencias son el resultado de una estructura de poder y de un orden cultural, y que por lo tanto difícilmente serán combatidas con éxito si les aplicamos casi de manera exclusiva una respuesta, la penal, que se basa, al menos en democracia, en las responsabilidades individuales.
No estoy diciendo que nuestro Estado de Derecho no deba prever las debidas consecuencias para quienes violenten nuestro pacto de convivencia, y muy singularmente para quienes al hacerlo lesionen la integridad física y moral de otros y otras, pero continuaremos equivocándonos si pensamos que castigando al machismo vamos a acabar con él. Hasta que no incorporemos, también a lo jurídico, que la desigualdad de mujeres y hombres es una desigualdad de estatus, y por lo tanto de poder, y que ello se traduce no solo en unas estructuras – sociales, políticas, económicas -, sino también en un orden cultural y simbólico, me temo que nos vamos a salir del terrible círculo vicioso. El que para atajar la violencia genera más violencia. Solo empezaremos a romper ese círculo si empezamos a romper los pactos de varones que sustentan las asimetrías de poder y si, en paralelo, desmontamos una masculinidad que, en cuanto megaestructura de pensamiento, no solo nos define a los hombres sino que también marca las pautas del prestigio y la autoridad en términos colectivos.
Ese orden político y cultural, que es un fantástico aliado del económico basado en el mercado, continúa vigente y muy singularmente en un país como el nuestro en el que la tan alabada transición no supuso, sin embargo, la ruptura con los poderes en que el franquismo se había sustentado. De hecho, las elites económicas continuaron intactas e incluso buena parte de las políticas se reciclaron en un singular ejercicio de desmemoria y cinismo. En el mismo sentido, la Iglesia Católica se mantuvo en su lugar de privilegio, avalado por la Constitución y por unos inconstitucionales Acuerdos con la Santa Sede que, hoy por hoy, ningún gobierno se ha atrevido a denunciar.
A lo largo de estos más de 40 años de democracia, la estructura eclesiástica se ha mantenido como una especie de «agujero negro», con frecuencia al margen del mandato de sometimiento al Derecho – art. 9.1 CE – y conservando su poder de influencia y el poderío económico avalado incluso por gobernantes socialistas. Una realidad que a cualquier demócrata comprometido con la igualdad y los derechos humanos debería, como mínimo, escandalizarle, si tenemos en cuenta que estamos hablando de una estructura de poder patriarcal y oligárquica, en la que la mitad de la ciudadanía que son las mujeres tienen limitados sus derechos de participación y cuestionada su capacidad de agencia.
Todo ello por no hablar de la beligerancia con que tradicionalmente han arremetido contra la diversidad sexual y familiar y, en general, contra todo avance en materia de dignidad de los seres humanos. Recordemos los rezos que han tratado de evitar que las mujeres ejerzan su autonomía reproductiva, los cuales resultan más escandalosos si cabe si contrastamos esa ira con el silencio mantenido con respecto a las agresiones sexuales cometidas en el seno de la Iglesia durante siglos y a las que solo muy recientemente hemos empezado a ponerle voz y rostro. Una práctica legitimada estructural e institucionalmente por la jerarquía eclesiástica y que constituye, en palabras del teólogo Juan José Tamayo, el mayor escándalo de la Iglesia Católica en el siglo XX.
Un «cáncer con metástasis» que todavía hoy, pese a informes tan contundentes como el de nuestro Defensor del Pueblo, no ha sido afrontado desde dentro con rigor hacia los responsables y con compasión hacia las víctimas. Incluso pareciera que la misma Administración de Justicia, y singularmente quienes en su seno han de proteger a los menores de edad, no se ha atrevido a desmontar con contundencia todo un aparato de control y violencia que, lejos de ser una suma de casos aislados, representa una praxis institucionalizada.
Este análisis de la pederastia como una forma de «violencia sexual espiritualizada» y que alcanza el carácter de estructural es el que encontramos en el último libro de un teólogo que lleva décadas argumentando a favor de un Estado laico y cuestionando los pilares de una Iglesia que excluye a las mujeres y que se apoya en unas masculinidades bien adiestradas para el ejercicio del poder. Sobre otros y sobre otras. Y es que las «masculinidades sagradas», como las califica en Pederastia: ¿pecado sin penitencia?(Erasmus, 2024), son «condición necesaria para ejercer el poder, todo el poder, todos los poderes».
Unos poderes que, en el caso de las agresiones de menores, se proyectan sobre las conciencias, sobre las mentes, sobre las almas y sobre los cuerpos. De esta manera, la pederastia no solo supone «la mayor perversión de lo sagrado y la divinidad», sino que también podríamos contemplarla como la representación exacta de lo que supone el patriarcado en cuanto pacto de hombres, en el cual es clave el silencio que mantenemos con respecto a las prácticas abusivas de nuestros iguales.
El libro de Tamayo, que recoge sus análisis sobre el tema desde 2014 hasta la actualidad, y que se lee casi con el terror que provoca una distopía, va mucho más allá de las respuestas concretas a esta violencia estructural en el seno de la Iglesia y plantea la necesidad de «des-patriarcarlizar, des-clericalizar, des-jerarquizar, des-masculinizar y democratizar la Iglesia católica». Un horizonte utópico que viene a coincidir con el que el feminismo traza para una humanidad en la que, como bien sostenía Kate Millet, «el patriarcado tiene a Dios de su lado». Un dios masculino que nos convierte en dioses a los hombres. A los que, me temo, no bajaremos de los púlpitos con ayuda del Código Penal.