Un artículo con el que no coincidimos, pero que nos permite ver los argumentos de quienes apoyan el velo.
Nunca un trozo de tela de tan reducidas dimensiones, hizo correr tantos ríos de tinta. Nos referimos naturalmente al hiyab o pañuelo islámico, aunque el calificativo "islámico" a nuestro entender no sea el más adecuado, pues más que un precepto religioso, es una tradición preislámica que se ha mantenido vigente hasta nuestros días. Pero ya sabemos, o debiéramos saber, que la trama de la religión y la urdimbre de la tradición han acabado confeccionando un solo cuerpo, en el que ni propios, ni extraños, son capaces de distinguir donde empieza una y acaba la otra.
Dicho esto, nos manifestamos en contra de la obligación de vestir el hiyab, pues el Islam, el verdadero Islam, no hace del uso del pañuelo una imposición. Más aún, nos declaramos radicalmente en contra de aquellos hombres: padres, maridos, hermanos, que presionan a sus hijas, esposas o hermanas, para que cuando salgan de sus casas se cubran la cabeza en contra de su voluntad y del consiguiente derecho al ejercicio de libertad que genuinamente les corresponde. Pues si algo detesta el Islam, es la violencia. Y obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad, es violencia. Pero siendo coherentes con este argumento y con el derecho al ejercicio de la libertad individual, también nos oponemos con la misma fuerza, a la prohibición de que una mujer, si ese es su deseo, pueda utilizar el hiyab donde y cuando quiera. No permitirlo también es violencia, ejercida en esta ocasión por la cultura dominante.
¿Qué ocurre pues en nuestra Sociedad Occidental, defensora a ultranza, patrocinadora, guardiana y representante de los derechos y libertades de los ciudadanos? Sociedad que defiende una libertad en cuya definición existen cláusulas con letra pequeña que restringen y menoscaban el ejercicio de tal derecho. Sociedad que no quiere permitir que una mujer, ejerciendo su libertad de creencia, opte a lo que legítimamente le corresponde.
Si abriésemos un poco más nuestras entendederas, nos daríamos cuenta de que el problema no está en el "otro" por ejercer su derecho a ser distinto o diferente respecto a la sociedad dominante. El origen del problema está en "nosotros" mismos, pero nuestro estado social narcotizado no nos permite ser conscientes de tal situación, bastante más lamentable de lo que a simple vista parece. Esta narcotización social deviene en miedo, miedo al que no es igual, miedo a la diversidad, a la singularidad, miedo a una minoría que tiene derecho a ejercer libremente sus propias señas identitarias, miedo a la pérdida de nuestra identidad cultural, a que nos arrebaten nuestros elementos identificadores, nuestros símbolos, nuestras creencias. Sin darnos cuenta de que el papanatismo cultural en el que nos encontramos inmersos, hace ya años que empezó a contaminarnos sigilosamente, homogeneizándonos, aborregándonos cultural y socialmente, uniformándonos en nuestras maneras de vestir, de pensar, de sentir, en nuestra forma de vivir. Este neocolonialismo que nos hace llevar vaqueros, comer hamburguesas, beber colas, permanecer encadenados a múltiples préstamos que han acabado por conseguir definitivamente que el "tener" gane la batalla al "ser". Este neocolonialismo cultural, decíamos, es el verdadero mal de esta nuestra Sociedad Occidental de la que tan orgullosos parecemos sentirnos, el cual como un cáncer, se desarrolla hipertróficamente hasta acabar con el propio organismo que le daba vida. Mientras tanto, y hasta que esto llegue, nosotros seguiremos en nuestro sueño inducido, creyendo que esto siempre irá a más y a mejor.
Es pues nuestra obligación como seres humanos, despertar, abrir los ojos antes de que sea demasiado tarde y hacernos conscientes de que sólo la diversidad enriquece a los pueblos, la tolerancia nos dignifica como tales y el conocimiento nos hace más libres.