El Vaticano ha cambiado súbitamente de actitud ante los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes y religiosos, después de una larga etapa de encubrimiento y proyección de responsabilidades sobre los otros. Coincide con la celebración del quinto año de pontificado de Benedicto XVI, y con su viaje a Malta, donde declaró, con motivo de una reunión con víctimas de esos abusos, que los culpables serán entregados a la justicia secular y que se pondrán los medios para que los delitos cometidos queden proscritos para siempre. Como una confirmación inapelable de tal novedad, el nuevo prefecto de la Congregación para el Clero, el cardenal brasileño Cláudio Hummes, ha enviado una carta a todos los sacerdotes del mundo instruyéndoles sobre la obligación de aplicar tales principios y reparar a las víctimas.
No deja de ser llamativo que el Papa se haya comportado como el dueño y señor de almas y haciendas que renuncia a sus prerrogativas consintiendo que el brazo secular actúe. Y para aplaudir con total convencimiento su iniciativa, habrá que conocer cuáles son esos medios que el Papa promete para terminar con los abusos y preguntar si tras el mea culpa habrá una completa rendición de cuentas sobre todo lo que la Iglesia negó, ocultó y, por tanto, amparó durante tantos años.
El golpe de timón de Benedicto XVI debería suponer también un cambio en la torpe táctica defensiva vaticana consistente en proclamarse víctima de una campaña de desprestigio frente a las acusaciones. Las manifestaciones del presidente de la Conferencia Episcopal Española, Antonio María Rouco, y del nuncio en España, Renzo Fratini, demuestran evidentes resistencias a la nueva doctrina. Fratini y Rouco insisten en hablar de persecución e insidias con una arrogancia que no se compadece ni con esas directrices ni con el oscuro papel que han jugado en este asunto las instituciones a las que representan.